Ceuta en el siglo XVIII de presidio a ciudad portuaria sin puerto
Muley Ismail, el segundo sultán de la dinastía alauíta de Marruecos, 1645-1727. Grabado de John Windus de 1726. Reproducción de Andreas Praefcke en dominio público de Wikimedia Commons.
Un largo asedio que favoreció el nacimiento de una ciudad
Junto al asedio del sultán marroquí, Ceuta tuvo que hacer frente también a la flota inglesa que se había apoderado del vecino Gibraltar en 1704
Plano del foso de la Almina de Miguel Juárez. Archivo General de Ceuta.
La definitiva incorporación de Ceuta a la corona de Castilla (1668) prácticamente coincidió con la llegada de los alauitas al trono del sultanato de Marruecos (1666) y con la irrupción de Gran Bretaña en el área del Estrecho (los portugueses le cedieron Tánger en 1661). El prestigio que fueron ganando los alauitas al frente del país vecino, gracias a que lograron establecer orden en el interior y reconquistar varias plazas del litoral en poder de los europeos (Mehdia y Larache, arrebatadas a los españoles en 1681 y 1689, respectivamente; al tiempo que obligaron a los ingleses a que abandonaran Tánger en 1684), decidió al sultán Muley Ismail a sitiar Ceuta a partir de 1694. Así, pues, el siglo XVIII no pudo comenzar peor para el enclave ceutí, sometido entre 1694 y 1727 a un largo asedio por las tropas del sultán, empeñado en conquistar la ciudad. Ataques marroquíes y contraataques españoles se sucedieron a lo largo de más de treinta años.
Pocos años después de iniciado el sitio marroquí murió el monarca Carlos II (1700), de la casa de Austria, accediendo al trono español Felipe de Anjou, Felipe V, de la casa de Borbón. Las tensiones provocadas por el cambio dinástico se concretaron en el estallido de la Guerra de Sucesión a la corona española (1701-1715), que enfrentó a los partidarios de Felipe V, apoyados por Francia, contra la Gran Alianza, formada por el imperio austro-húngaro, Inglaterra y las Provincias Unidas, que apoyaba la causa del archiduque Carlos de Austria.
Ceuta, asediada por las tropas marroquíes, también tuvo que hacer frente a la presión de la flota inglesa, presencia temible dado que los británicos se apoderaron de Gibraltar en 1704, y a la complicidad de marroquíes e ingleses frente al mutuo enemigo hispano (Correa da Franca, 1999; Guastavino, 1954; Bacaioca, 1959, 1961; Sanz Sampelayo, 1986; Calvo, 1988; Carmona, 1992; Posac, 1994; Montes, 1999).
La Guerra de Sucesión finalizó en 1715, tras la firma de los tratados de Utrecht y Rastadt. Felipe V se consolidó como monarca español, aunque tuvo que resignarse a la pérdida de los territorios europeos del imperio (Flandes, Milanesado, Nápoles, Sicilia y Cerdeña), más la de Orán (conquistada por los argelinos en 1708), Gibraltar (1704) y Menorca (1708).
Al finalizar la Guerra de Sucesión, se hizo evidente el enorme valor estratégico que en adelante tendría Ceuta, por lo que la monarquía hispana acudió en ayuda de la plaza, enviando un importante contingente militar al mando del marqués de Lede. Unos 20.000 hombres desembarcaron en 1720 con el objetivo de obligar a los atacantes (todo parece indicar que superiores en número) a levantar el campo. Aunque lograron importantes victorias, el sitio no finalizó hasta la muerte del sultán en 1727.
Durante la primera mitad del siglo, la vida de Ceuta estuvo marcada por asedios terrestres, bloqueos navales y graves epidemias de peste negra, dificultades que hicieron poner en marcha cambios notables en todos los ámbitos de la ciudad
En los años siguientes la importancia estratégica de Ceuta no hizo sino aumentar, ya que su ubicación en la orilla norteafricana del estrecho de Gibraltar la convirtió en una pieza importante para la defensa del sistema portuario hispano (que ya no podía contar con los importantes puertos de Nápoles, Messina, Cagliari, Orán y otros, que habían actuado hasta la fecha, y con mayor o menor eficacia, como antemural defensivo del litoral español). La reducción del litoral a proteger favorecía una defensa más eficaz, en la que Ceuta debería haber desempeñado un papel mucho más importante que el que jugó en este sentido. Y no lo hizo porque la plaza no pudo contar con un auténtico puerto, base de una flota adecuada a las importantes funciones que debería cumplir: controlar el Estrecho, vigilar Gibraltar y a la flota inglesa, dificultar la actividad del corsarismo norteafricano y proteger el creciente tráfico marítimo ceutí. Lo cierto fue que la plaza no dispuso de un verdadero puerto más allá de unos reducidos espigones pegados a los fosos de la ciudad, herencia de los dos siglos anteriores. Las bahías norte, la mejor en todos los aspectos, y sur eran muy abiertas por lo que no constituían buenos refugios frente a los frecuentes temporales y marejadas que se sucedían en el Estrecho. En el siglo XVIII sólo se llevaron a cabo obras menores de conservación y ligeras mejoras de las modestas instalaciones previamente existentes (Ruiz Oliva, 2002; Vilar, 2002). La opción estratégica de la monarquía consistió en la mejora de las defensas terrestres de Ceuta y en la creación de la plaza fortificada de Algeciras. Sin embargo, Algeciras tampoco contó con una flota de importancia, por lo que el eje Ceuta-Algeciras ni pudo contrarrestar eficazmente la presencia inglesa en Gibraltar ni consiguió potenciar el desarrollo económico del Campo de Gibraltar. Sólo, y con muchas dificultades e interrupciones, logró asegurar el abastecimiento y auxilio de la plaza norteafricana.
Ceuta sufrió nuevos asedios por parte de los marroquíes (1732, 1757 y 1790- 1791), así como el bloqueo naval por las flotas inglesa (1739-1748, 1762-1763, 1779- 1783, 1796-1802 y 1805-1806) y francesa (1793-1795). Además, la ciudad fue azotada por la epidemia de peste en dos ocasiones (1720-1721 y 1743-1744). El segundo brote supuso, además de numerosas pérdidas humanas, la destrucción de numerosos edificios como medida higiénica.
En la primera mitad del siglo XVIII, marcada por los asedios, bloqueos navales, epidemias y dificultades de todo tipo, se pusieron en marcha importantísimos cambios en todos los ámbitos. En el militar se profesionalizó la milicia, se reorganizaron las unidades militares que, a partir de entonces, dispusieron de sus propios acuartelamientos, y se creó el Regimiento Fijo de Ceuta. En el eclesiástico, se introdujeron reformas en el obispado y en el Cabildo, modificándose sus estatutos y la procedencia de sus rentas. En el civil, se promulgaron los reglamentos de 1715 y 1745 (más el posterior de 1791) y se creó la Junta de Ciudad (Carmona, 2003). En el urbanístico, la ciudad se expandió por la Almina, superando en extensión, población, dotación de servicios, dinamismo económico y vistosidad a la ciudad medieval que hasta entonces se había visto reducida a la escasa superficie contenida entre los dos fosos: el presidio se convirtió en una ciudad.
Afortunadamente para Ceuta, a mediados del siglo XVIII accedió al trono marroquí Muhammad Ben Abdallah Muhammad III, quien emprendió una política de apertura hacia los países europeos concretada entre 1760 y 1774 en el establecimiento de relaciones pacíficas con Inglaterra, Suecia, Dinamarca, Venecia, Francia, Portugal y España. En 1767 se firmó el Tratado de Paz, Amistad y Comercio Hispano-marroquí, que, además de favorecer la desaparición de la mutua hostilidad corsaria y la liberación de esclavos y cautivos en los dos países, dio paso a un activo comercio. Sin embargo, la cuestión de los enclaves españoles en el litoral norteafricano (especialmente Ceuta) hipotecaba las relaciones entre los dos países. El sultán, alegando que la paz se refería al dominio marítimo, mientras que dejaba abierta la posibilidad de “guerra por tierra”, atacó Melilla, el peñón de Vélez de la Gomera y el peñón de Alhucemas (1774-1775). Tras una mutua declaración de guerra, en la que los marroquíes no consiguieron ninguna conquista, las relaciones se fueron recomponiendo paulatinamente y desembocaron en el Tratado de 1780, que ratificaba lo estipulado en 1767. Desde entonces y hasta la muerte de Muhammad III (1790), transcurrió un periodo de relaciones pacíficas y de fluido comercio de Ceuta con su hinterland marroquí, especialmente con los cercanos puertos de Tetuán, Tánger y Larache. A raíz del fallecimiento del citado monarca, y en el fragor de las luchas por la sucesión al trono marroquí, las tensiones y episódios bélicos hispano-marroquíes volvieron a reaparecer (sirva de ejemplo el sitio de Ceuta en 1790-1791), aunque el nuevo Tratado de Paz de 1799 rebajó la tensión entre los dos países (Lourido, 1989, 2004).
También se produjeron importantes cambios en lo que a la población se refiere. La masiva llegada de militares peninsulares (algunos acompañados de sus familias, mientras otros se emparentaron con las portuguesas avecindadas en la plaza) contribuyó más decisivamente a la castellanización que las medidas políticas y administrativas tomadas por la monarquía (especialmente si tenemos en cuenta que numerosas familias portuguesas, integrantes de la élite local, abandonaron la ciudad con motivo del asedio marroquí). La homogeneización cultural se intensificó debido a la expulsión en 1708 de los últimos judíos establecidos en la ciudad. Sin embargo, la tendencia anterior fue contrarrestada por la llegada de numerosos militares de origen francés, suizo, italiano, etc., así como por el establecimiento de algunos núcleos de comerciantes extranjeros, especialmente genoveses. En 1792 llegó a la ciudad un contingente de argelinos (con sus respectivas familias) que habían formado parte de la guarnición hispana de Orán y que siguieron a los españoles cuando éstos entregaron la plaza al rey de Argel. Por esas fechas llegaron en calidad de desterrados numerosos súbditos americanos de la monarquía, que combatían el absolutismo y luchaban por la independencia de las colonias americanas. Como consecuencia de todo lo anterior, el mosaico humano y cultural de Ceuta en el Setecientos fue más variado que en el siglo anterior, a pesar del paulatino debilitamiento del componente portugués y de la dramática amputación del judío.
Escudo de Felipe V y epígrafe con leyenda alusiva al levantamiento del cerco de Muley Ismail por las tropas del marqués de Lede en el Revellín de San Ignacio de las Murallas Reales. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Plano de Ceuta en 1727 de Nicolás de Fer. Archivo General de Ceuta.
En la segunda mitad del siglo XVIII, y en perfecto paralelismo con el dinamismo económico que se observaba en la Península, la economía ceutí comenzó a dar señales de una vitalidad desconocida desde hacía siglos. Algunos de los nuevos vecinos asentados en Ceuta fueron los indiscutibles impulsores de las dos ramas más activas de la economía local: la almadraba y la flota mercante. En paralelo, se propagaron las nuevas ideas contrarias al absolutismo, especialmente entre los desterrados, comerciantes y algunos funcionarios ilustrados. No debe extrañar que cuando, como respuesta a la invasión napoleónica, se proclamó la Constitución de Cádiz en 1812, la Junta de la Ciudad se constituyera en Ayuntamiento constitucional, manteniendo cierta independencia con respecto al gobierno militar. En definitiva, tanto desde el punto de vista político, como económico o urbanístico, parecía que a Ceuta, recién convertida en ciudad, le aguardaba un venturoso siglo XIX.
Sin embargo, la dinastía borbónica no prestó a Ceuta toda la atención que merecía. No fue capaz, o no quiso, destinar los recursos necesarios para dotarla de las infraestructuras indispensables que la convirtieran en una importante base naval o que hubieran posibilitado el desarrollo portuario y económico de la plaza. Tampoco hizo mucho por dotar a la plaza de una flota capaz. El elemento fundamental de la economía marítima, el puerto, no estuvo disponible en el periodo estudiado, ya que, en realidad, sólo comenzó a construirse a comienzos del siglo XX. Las obras portuarias del Setecientos, pocas y de escasísima importancia, no tuvieron efecto de arrastre sobre la economía de Ceuta, por lo que la ciudad no sacó todo el partido que hubiera podido de su estratégica situación en el estrecho de Gibraltar.
Entrados en el siglo XIX, la derrota de las tropas napoleónicas favoreció la entronización de Fernando VII como nuevo monarca de España y, como consecuencia, se restauró el absolutismo. El Ayuntamiento constitucional de Ceuta corrió la misma suerte que la Constitución de Cádiz, siendo ambas instituciones abolidas. En lo que a la economía se refiere, las cosas no fueron mejor. A pesar de que continuó la explotación de la almadraba, las guerras contra Inglaterra debilitaron gravemente la flota mercante local que continuaba sin disponer de instalaciones portuarias adecuadas. Para acabar de frustrar las expectativas de un siglo mejor para Ceuta, con limitadas posibilidades de desarrollo económico y testigo del aplastamiento de la opción liberal, la monarquía decidió ubicar un penal en Ceuta.
En la segunda mitad del siglo XVIII, Ceuta mostró una vitalidad económica desconocida desde hacía siglos
La hegemonía del ejército y de la iglesia
Si la monarquía desatendió la necesidad de construir un puerto en Ceuta y la de dotarla de una flota adecuada, no actuó con la misma negligencia en lo que se refiere a la defensa terrestre de la plaza. Cuando finalizó el asedio marroquí, decidió dejar permanentemente en Ceuta una nutrida guarnición, tanto para defenderla de nuevos ataques norteafricanos, como, especialmente, para contrarrestar la presencia inglesa en Gibraltar. Hacia 1689 el capitán general y gobernador contaba con unos 1.100 o 1.200 hombres. La infantería, unos 700 hombres en total, se componía de dos compañías de dotación, o de recluta local, la Bandera Vieja y la Nueva, y cuatro compañías de origen peninsular, “castellanas”. La caballería, al mando del adalid, con unos 100 hombres, la artillería con otros 80, el alcaide de mar con unos 60 hombres a su cargo y los ingenieros con una cifra cercana a los 150 individuos completaban la guarnición, a la que en periodos bélicos se unían desterrados y miembros del vecindario encuadrados en compañías específicas. A raíz del comienzo del sitio marroquí (1694), el ejército se reforzó numéricamente, como lo prueba el que sus componentes llegaran a superar la cifra de 20.000, así como la presencia, permanente en adelante aunque rotatoria, de las compañías procedentes de la Península. Tras la finalización del sitio (1727), la guarnición osciló entre los 3.000 y los 4.000 miembros (en todo caso, siempre por encima del triple de los disponibles hasta 1694), aunque superó tales cifras en periodos puntuales. También se adoptaron las importantes mejoras cualitativas que se fueron introduciendo en el ejército español de la época. En especial, la creación del Estado Mayor, así como un más eficiente encuadramiento de las distintas unidades militares, desagregadas en batallones y compañías, destacando especialmente la creación del Regimiento Fijo de Ceuta. No menos importantes fueron la construcción de modernos acuartelamientos en los que alojar las tropas, las mejoras en el armamento (en especial, la artillería, compuesta en 1789 por 220 cañones) y el reforzamiento y especialización de determinadas unidades (granaderos, ingenieros, zapadores-mineros). Por si lo anterior no fuera poco, las fortificaciones de la ciudad se perfeccionaron extraordinariamente, hasta el punto de convertirlas en casi inexpugnables gracias a sus cuatro líneas fortificadas (Carmona, 1996, 2003; Ruiz Oliva, 2002; Torrecillas, 2004; Contreras, 2001).
El ejército fue la institución hegemónica en la ciudad. El número de los militares, siempre superior al de los civiles (que en gran medida formaban parte de las familias de oficiales y soldados), lo evidencia. El peso del contingente militar en la economía local fue determinante a lo largo de todo el siglo XVIII, gracias a su control de la Junta de Abastos, que aseguraba la alimentación de la inmensa mayoría de la población, civil y militar. A lo anterior hay que añadir el dominio aboluto de la milicia en las obras de fortificación y en la construcción de cuarteles y demás edificios militares, actividades en las que decidía con total libertad acerca de la adquisición de materiales y de los salarios de los profesionales que contrataba. Además, los militares participaron en las más variadas actividades económicas (armamento en corso, fletes, tiendas, tabernas, etc.). Paralelamente, el incremento de las tropas acuarteladas en la ciudad y su paulatina profesionalización convirtieron al ejército en un agente de castellanización de la plaza, hasta esos momentos caracterizada por la componente portuguesa de su población y formas de organización.
La sociedad ceutí del siglo XVIII estaba absolutamente sacralizada. Todas las actividades de la vida cotidiana estaban saturadas de religión
Si el ejército y las fortificaciones defendían la vida de los ceutíes, la Iglesia, con sus ministros y templos, se encargaba de la defensa de sus almas. Ceuta, sede del obispado desde su conquista por los portugueses en 1415, tenía al frente un obispo, auxiliado por un provisor y vicario general, un fiscal, un notario y dos ministros. Por su parte, el Cabildo catedralicio estaba formado por once canónigos, cuatro de los cuales eran dignidades (deán, chantre, tesorero y arcediano). También existían cuatro beneficiados o racioneros, un maestro de ceremonias, diez ujieres, un maestro de capilla, un organista, siete músicos, varios monaguillos y algunos ministros inferiores para el aseo y servicio de la iglesia. A comienzos del siglo XVIII se introdujo en la ciudad el clero castrense.
El clero regular contaba con dos conventos, de franciscanos observantes y de trinitarios descalzos, con unos veinte religiosos cada uno, que suplían la escasez del secular. Además, hay que contabilizar a algunos capellanes y religiosos exclaustrados. Algunos miembros de la Compañía de Jesús y de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios estuvieron en la ciudad, aunque no dispusieron de colegios ni casas propias. Por el contrario, no se detecta la presencia de ninguna orden femenina, ya que desapareció la existente en el siglo anterior.
Pífano y tambor (1705-1706).
Ilustración: José Montes Ramos.
Los relativamente escasos efectivos personales de la diócesis (aunque no lo eran tanto en relación con el total de la población), parecen haber sido la causa de que no se celebrasen sínodos de ninguna clase. De ahí que las constituciones sinodales del Setecientos fueran las heredadas del siglo XVI, muy en la línea del Concilio de Trento y sin apenas modificaciones. Lo mismo sucedió con sus estatutos a pesar de la redacción de unos nuevos en 1737.
Dada la exigüidad del territorio de la diócesis, sus ingresos siempre fueron escasos y, a partir del siglo XVIII, procedieron fundamentalmente de donaciones directas y puntuales de los monarcas y asignaciones sobre determinadas actividades e instituciones (impuestos del puerto de Sánlucar de Barrameda, ciudad de Ceuta, algunas colegiatas, obispado de Coria, mitra de Sevilla, etc.). Una parte no despreciable de sus ingresos procedían de los donativos y limosnas entregados a la Real Casa de Misericordia y utilizados en sufragios y demás actos litúrgicos, así como del diezmo percibido sobre las capturas de la almadraba local.
Los eclesiásticos contaban para ejercer su ministerio con un considerable número de establecimientos de culto: la catedral (en muy mal estado desde fines del siglo XVII y utilizada como cuartel durante el sitio comenzado en 1694, por lo que hubo que esperar hasta 1726 para que volviera a cumplir su función original), el templo de Nuestra Señora de África (profundamente reformado a mediados del siglo), la parroquia de Nuestra Señora de los Remedios (erigida a comienzos del Setecientos), las capillas de la Real Casa de Misericordia, del convento de trinitarios descalzos y del de los franciscanos, un beaterio de recogidas, y varias ermitas: Nuestra Señora del Valle, San Juan de Dios, San Sebastián, San Antonio, San Blas, del Socorro, Vera Cruz, San Simón y San Judas, San Pedro, San Amaro, San Antonio del Tojal y Santa Catalina (Gómez Barceló, 1999, 2002; Szmolka, 2004).
La Iglesia de Ceuta fue una de las instituciones mas significativas e importantes de la época, debido, al menos parcialmente, a su estrecha vinculación con la corona (tanto con la portuguesa, como posteriormente con la castellana), que la configuró como uno de sus instrumentos de poder, al tiempo que contribuyó a que sus miembros quedasen subordinados al poder temporal, del que dependían económicamente. No obstante, la Iglesia local aún sufría las secuelas del cambio de soberanía, de la portuguesa a la española, operado en el siglo anterior. Mientras que el obispo fue generalmente un decidido defensor de los intereses del monarca (sin lugar a dudas apoyado en esta cuestión por la rigorista cofradía de la Escuela de Cristo, de la que al menos un obispo llegó a formar parte), el Cabildo catedralicio, controlado por miembros de las principales familias de origen portugués que permanecían en la plaza (Mendoza, Acosta, etc.), velaba por los intereses de las antiguas élites dirigentes de la ciudad. En este clima de enfrentamientos, a menudo soterrados, habría que incluir las tensiones detectadas a lo largo del siglo XVIII entre el Cabildo catedralicio, por una parte, y los franciscanos y los trinitarios (así como estos últimos entre sí), por la otra. Sin olvidar las existentes entre determinados sectores del clero (en especial los canónigos) y la cúpula del ejército (secundada por el clero castrense). Sin embargo, hay que tener en cuenta que las citadas tensiones fueron parcialmente contrarrestadas por los diversos y variados vínculos que se establecieron entre las distintas partes. Sirvan de ejemplo las alianzas matrimoniales de numerosos oficiales del ejército con las antiguas familias de origen portugués.
Hablar de Ceuta en el siglo XVIII es hacerlo de una sociedad absolutamente sacralizada, en la que todas las actividades de la vida cotidiana estaban saturadas de religión. La omnipresencia de la Iglesia a través de sus templos, capillas, conventos, hornacinas, oratorios, cruces, etc., se completaba con su activa ocupación de la calle mediante la organización de actos públicos de toda índole (especialmente las procesiones), así como mediante la proliferación de cofradías, capellanías y fundaciones de todo tipo. Por si lo anterior no fuera suficiente, el papel de la Iglesia en los ámbitos de la educación, beneficencia y sanidad fue hegemónico, ante la escasa atención que la monarquía dispensó a tales menesteres. Tampoco hay que olvidar que fue un importante agente económico gracias a los elevados ingresos que recibía (rentas, diezmos, donativos, etc.). La enseñanza estuvo monopolizada por la Iglesia, con la excepción de unas escuelas para niños sin recursos que corrían por cuenta de la Junta de Ciudad. Ante la ausencia de seminario, la enseñanza superior recayó en manos de los trinitarios (cátedras de gramática, teología moral y filosofía) y de los franciscanos (cátedra de teología escolástico-dogmática). En el ámbito de la sanidad, sólo existía un establecimiento hospitalario hacia 1700, el de la Real Casa de Misericordia. Su destrucción por las bombas enemigas propició la construcción de un hospital junto a la ermita de la Vera Cruz, y, posteriormente, se levantó el Hospital Real en la Almina; ambos estuvieron gestionados por los franciscanos. Los trinitarios levantaron a fines de siglo el hospital de Jesús, María y José. Por lo que respecta a la beneficencia, el papel más destacado lo desempeñó la Real Casa de Misericordia, de la que hablaremos más adelante, que funcionó como hospital y orfelinato. Y, vinculado con todo lo anterior, el papel de la Iglesia en el ámbito cultural y artístico también fue determinante (Gómez Barceló, 1987, 1989, 1991 a, 1991 b, 2003, 2004-2005, 2006; Carmona, 2004 b).
General de la guarnición (1723). Ilustración: José Montes Ramos.
Los eclesiásticos monopolizaron la producción historiográfica local, en la que destaca especialmente la obra imprescindible de Alejandro Correa de Franca, así como las del abate Guevara Vasconcelos y las de los trinitarios Alonso de Jesús y María y Nicolás de la Santísima Trinidad, por mucho que sus obras no hayan llegado hasta nosotros. Aunque el patrimonio artístico de los templos (fábrica y ornamentación) tuviera una modesta importancia, hay que destacar el que se embellecieran con algunas tallas (Virgen de las Penas, atribuida a Blas Molner; Virgen del Calvario, a Fernando Ortiz), pinturas (los retablos laterales de la catedral, de Lorente Germán; retablo de los Remedios, de Diego Gutiérrez) y otros objetos artísticos (un templete de plata, de J. B. Zuloaga) de interés. Su casi absoluto protagonismo en este ámbito sólo fue atemperado por el que desempeñó la corona con la construcción de las Murallas Reales, diversos cuarteles, almacenes de abasto, Hospital Real e, incluso, la Fuente del Hierro en San Amaro. Varios de estos edificios fueron adornados con numerosos relieves heráldicos, lápidas conmemorativas y algunas estatuas, entre ellas las de Carlos IV, San Fernando y San Hermenegildo, las dos últimas integradas en la portada del Hospital Real (Caro, 1989, pág. 188; Schiriqui, 1983, págs. 32-33; Fradejas, 2001; Gómez Barceló, 2005, 2006 a. Para el patrimonio monumental y artístico, “Contenidos”, 2006).
La tercera institución en importancia fue la Junta de Abastos, creada en 1713, cuyo cometido era garantizar las necesidades alimenticias y materiales de la población, ya fuese militar o civil. El abastecimiento de la plaza se realizaba mediante los asientos, contratos entre un comerciante o asentista y el presidente del Consejo de Hacienda, en nombre del monarca, por el que el primero se comprometía a dotar a la plaza de los productos alimenticios y demás artículos contratados. Este sistema se complementaba con otras iniciativas de aprovisionamiento de carácter extraordinario. La complejidad del abastecimiento y las grandes sumas que exigía explican que a finales del siglo XVIII estuviera en manos del Banco de San Carlos y, posteriormente, en las de los Cinco Gremios Mayores de Madrid.
La Junta de Abastos estaba integrada por el gobernador, el ministro de la Real Hacienda, un canónigo, un regidor designado por la Junta de Ciudad, un jefe de una de las unidades de la guarnición, el contador principal de la Real Hacienda y el secretario. Aunque el cometido fundamental de la Junta era velar por el cumplimiento de las contratas, en no pocas ocasiones se encargó directamente de las tareas de abastecimiento. Sin embargo, su primer reglamento no llegó hasta la tardía fecha de 1767, año a partir del cual pudo tomar decisiones de mayor importancia que hasta la fecha. Paralelamente, la administración del abasto corrió por cuenta de un director que controlaba las secciones de contaduría, intervención, almacenes y carnicería, servidas por una serie de empleados. Su control exclusivo de los almacenes del abasto y del reparto de víveres y demás productos a la guarnición y población civil le confirió un destacado papel en la política y economía locales.
La institución que, al menos en teoría, debía regir los destinos de la población civil era la Cámara, de origen portugués, creada en el siglo XVII. En el Setecientos se transformó en Junta de Ciudad, aunque perdió la más importante de sus funciones, la económica, en beneficio de la Junta de Abastos. Se trató, por tanto, de una institución muy devaluada, compuesta por el gobernador, frecuentemente absentista, un padre general de menores, un juez almotacén, un síndico y tres regidores (Gómez Barceló; Valriberas, 1988). Atendiendo a su composición, se observa que, en sintonía con los que ocurría en la Península, con la existencia y composición de la Junta se trataba de dar satisfacción a sectores emergentes de la sociedad civil de la época. Sin embargo, el escaso peso de la Junta de Ciudad le impidió desempeñar el papel de institución que hubiera podido favorecer las esperanzas, más o menos fundadas, de promoción social de los miembros de la pequeña nobleza de origen portugués, de los más afortunados comerciantes, de los profesionales liberales y de los niveles más bajos de la oficialidad del ejército.
Sin duda alguna, lo anterior explica la proliferación de cofradías, tradicionales centros de sociabilidad que la Iglesia reservaba para los seglares, en las que éstos ingresaban con la esperanza de conseguir, de una u otra forma, las metas que se proponían. El ejemplo más claro lo constituye la ya citada Escuela de Cristo, auténtico lobby regalista. Fueron muy numerosas las cofradías, acogidas a los numerosos templos existentes en la plaza y financiadas con cargas en los sueldos de los militares y vecinos de la ciudad: Santísimo Sacramento, Nombre de Jesús, Nuestra Señora de África, Ánimas, Orden Tercera, Virgen del Consuelo y del Santísimo Rosario, Sacramental, Nuestra Señora de la Concepción, Jesús Nazareno, San Antonio, Santa Lucía, Santa Bárbara, San Juan Bautista, Espíritu Santo, Santiago, Beato Miguel de los Santos, etc. (Carmona, 1996; Gómez Barceló, 2002).
Hospital Real, Veeduría y plaza de los Reyes. Colección José Luis Gómez Barceló.
La labor asistencial descansó en buena parte en una institución de origen portugués, la Real Casa de Misericordia, creada hacia 1559 y cuya función original consistió en el rescate de cautivos cristianos. Contaba con unos 150 miembros o hermanos, distribuidos en los grupos de nobles (que debían justificar su limpieza de sangre) y oficiales. La institución estaba regida por una mesa de doce miembros, recayendo los cargos principales (proveedor, escribano y tesorero) en hermanos nobles. Se financiaba mediante limosnas, rentas procedentes de los censos de inmuebles legados y también algunas ayudas oficiales. En el siglo XVIII, abandonada su primitiva tarea de rescatar cautivos, su cometido fundamental fue el hacerse cargo de los niños abandonados de la ciudad (alimentación, vestimenta, cuidados sanitarios y gastos de enterramiento). También se ocupó de dotar a las doncellas, de cuidar a enfermos y heridos, repartir limosnas entre los necesitados, auxiliar a los ajusticiados y celebrar oficios religiosos por los hermanos difuntos (actividad que se llevaba más de la mitad del total ingresado en concepto de limosnas). A comienzos del siglo XVIII se construyó el Hospital Real, regido a partir de 1745 por una junta de tres vocales (el obispo, el gobernador y el veedor), complementado en 1735 con un hospital de mujeres, dependiente del anterior (Cámara, 1996; Carmona, 1996; Gómez Barceló, 2004 b, 2004 c).
La esclavitud de norteafricanos estuvo presente en la ciudad a lo largo de casi todo el siglo. La firma del Tratado de Paz Hispano-marroquí de 1767 puso fin a esta oprobiosa práctica
Una parte de la población de Ceuta vivió al margen de las citadas instituciones, si eso era posible en el Antiguo Régimen, ya que significaba vivir de espaldas a la Iglesia y al ejército. No sabemos mucho acerca de la inserción en la ciudad de los desterrados (que por otra parte debió ser tan variada como diferentes fueron la extracción social y las posibilidades económicas de cada uno de ellos). También es difícil establecer las vinculaciones que mantuvieron con las instituciones aquéllos, que no fueron pocos, que vivían en condiciones de extrema pobreza. Posiblemente no fueran más allá de la entrega, más o menos clandestina, que algunos hicieron de sus hijos a la Casa de Misericordia y de los trabajos eventuales que el ejército les podía ofrecer (en no pocas ocasiones, obligar) en las tareas de fortificación.
El último escalón de la sociedad de Ceuta lo constituían los esclavos, fundamentalmente norteafricanos, presentes en la ciudad a lo largo de casi todo el siglo. Aunque lo cierto es que, a medida que avanzaba la centuria, se les fue concediendo la libertad, como ocurrió con buena parte de los 60 hijos de esclavas registrados entre 1700 y 1770 (sin duda alguna lo anterior debe estar relacionado con el hecho de que al menos 28 esclavas se casaron con hombres libres). Finalmente, desapareció esta oprobiosa práctica como consecuencia de la firma de Tratado de Paz Hispano-marroquí de 1767 (Carmona, 1996, págs. 269-272, 1997, págs. 142 y 143).
Plano del monte Hacho. Archivo General de Ceuta.
Una atípica evolución demográfica
La condición de plaza fuerte y presidio, los numerosos asedios y las epidemias de peste confieren a la ciudad una demografía muy singular
Ceuta ha sido, acertadamente, definida como una ciudad con una evolución demográfica atípica, en la que las variables de mortalidad, natalidad y nupcialidad se explican en función de su condición de plaza fuerte y presidio, diferenciándose claramente de lo usual en el Antiguo Régimen español. En especial, destaca el hecho de que a partir de 1694, con motivo del inicio del sitio por el ejército de Muley Ismail, la ciudad recibió importantes contingentes de tropas. La consecuencia más inmediata fue el aumento de la mortalidad, muy elevada para la época (una media de 62,6 por mil entre 1640 y 1800), que se explica por las numerosísimas víctimas de los repetidos combates registrados durante los asedios de 1694-1727 (especialmente mortíferos los que tuvieron lugar entre 1720 y 1723), 1732, 1757 y 1790-1791. Además, hay que tener en cuenta las epidemias de peste que azotaron a la ciudad en 1720-1721 y 1743-1744. Paralelamente, las tropas desembarcadas también contribuyeron, directa e indirectamente, al aumento de la nupcialidad y de la natalidad. No hay que olvidar que una parte de la oficialidad se llevó a su familia a la ciudad, aunque la mayoría de los soldados, que eran solteros, no pudieron aportar su esfuerzo en este aspecto. La media de la tasa de natalidad, en torno al 19,5 por mil (aunque se eleva al 48 por mil si sólo tenemos en cuenta a la oficialidad y a la población civil), a lo largo del periodo estudiado, fue muy baja para la época. Por lo que respecta a la nupcialidad, cabe destacar que sus bajos niveles (4.906 desposorios entre 1640 y 1800, con una media del 5,8 por mil) sólo fueron limitadamente contrarrestados por los segundos matrimonios y por la llegada de individuos casados a la ciudad. Atendido lo anterior, y si tenemos en cuenta que entre 1640 y 1800 se registraron 20.966 bautizos y 22.880 defunciones, es evidente que si en la plaza se triplicó el número de sus habitantes con relación a la población de fines del siglo XVII sólo pudo ser debido a la continua llegada de unidades militares.
En la ciudad existía un núcleo de población civil, el vecindario, sólidamente asentado desde los primeros momentos de la conquista portuguesa, que se fue incrementando con la corriente inmigratoria del siglo XVIII compuesta por civiles y desterrados. No obstante, y como se ha señalado con anterioridad, lo más destacado fue el continuo trasiego de tropas, caracterizado por la arribada de diferentes unidades que tras un periodo de permanencia en la plaza eran reemplazadas.
Grabado que representa el levantamiento del cerco por las tropas del marqués de Lede en 1721. Colección José Luis Gómez Barceló.
Los desembarcados en la ciudad procedían en su mayoría de Andalucía (el 59’5%), especialmente de Cádiz y Málaga. Mucho más reducido fue el porcentaje del resto de las regiones españolas, así como el de las colonias extranjeras. Sin embargo, es de interés destacar la presencia de extranjeros, casi un 10%, en especial la de italianos (de Génova, Cerdeña, Nápoles y Sicilia) y franceses (Rosellón y Provenza) (Carmona, 1996 a, 1997, 2004).
Establecer el total de la población a lo largo del siglo XVIII es harto complicado, tanto en función de las características de los recuentos (por vecinos) como por el componente militar, difícil de establecer con exactitud en cada momento. Aun así, son elocuentes las cifras disponibles para diferentes años del siglo:
El cuadro evidencia claramente que en el siglo XVIII se produjo un importante aumento de la población en Ceuta. En efecto, hacia 1721 la población había crecido hasta duplicar con creces la existente a fines del siglo XVII: de los 3.490 habitantes de 1694 se pasó a los 8.922 de 1721. A partir de entonces, la población de Ceuta se estancó: en 1797 se contabilizaron un total de 8.954 pobladores, sólo 32 más que en 1721. Ya se ha indicado que las causas del estancamiento demográfico fueron la elevada mortalidad ocasionada por los combates contra los marroquíes y los brotes de la epidemia de peste (Aranda, 1988; Jarque, 1989; González, 1995; Martín Galán, 1995). Sin embargo, y como también se ha señalado anteriormente, conviene no olvidar que el sitio de comienzos del siglo XVIII propició la llegada de importantes contingentes militares, que hicieron posible el aumento espectacular de la población de la plaza.
El crecimiento de la población a comienzos del siglo XVIII agravó los numerosos problemas (aumento de las necesidades alimenticias, de vestimentas, de viviendas, etc.) que sufría una ciudad casi carente de recursos que explotar y, por lo tanto, muy dependiente del abastecimiento llegado desde la Península (por lo general, tarde e insuficiente). Las fuentes de ingresos de funcionarios y militares (sueldos) y civiles (tensas y moradías) procedían en su casi totalidad de la corona. Posiblemente fuera también el caso de la mayoría de los desterrados de la plaza, especialmente de aquellos desprovistos de fuentes de ingresos. De ahí que en 1713 se creara la Junta de Abastos, organismo encargado de asegurar el correcto abastecimiento de la ciudad y de controlar que los asentistas cumplieran los compromisos contraídos al respecto (Sanz Sampelayo, 1977-1978; Carmona, 1994 a y b, 1995, 1996 a; Cámara, 1995; Aranda, 1995; Arribas, 1997; Sáez, 2000). La escasez de recursos locales, el nivel de destrucción debido a un estado de guerra casi permanente con el campo marroquí y la epidemia de peste padecida a mitad del siglo agravaron la dependencia de los ceutíes respecto a las arcas de la monarquía.
La restauración y el perfeccionamiento de las edificaciones defensivas de la ciudad fue constante durante toda la centuria
Limitaciones de la economía local
Los recursos agrícolas y forestales de Ceuta eran muy escasos. El reducido territorio, que finalizaba en el puente del Cristo y los reductos defensivos aledaños, pocas posibilidades ofrecía desde el punto de vista económico, máxime si tenemos en cuenta la imposibilidad de utilizar con continuidad los terrenos del Campo Exterior. No obstante, se intensificó la explotación de los escasos recursos agrícolas con el objetivo de contribuir, por muy parcialmente que fuera, al abastecimiento de la población. Así lo demuestran las numerosas referencias a huertas, viñedos, siembra de trigo y pastoreo de carneros, cabras y ovejas (Lería, 1953, págs. 22 y 23; Zamora, 1991, págs. 25-31, 53, 58 y 66; Estrada, 1995, II, pág. 469; Correa da Franca, 1999, págs. 324, 325, 347, 362, 370, 449, 453 y 457). También hay que tener en cuenta el creciente empleo de la masa vegetal como combustible, en la fabricación de la brea y en otros menesteres vinculados al mantenimiento de las embarcaciones de la plaza (Zamora, 1991, pág. 29; Martín Corrales, 2004 a). La ampliación de los límites exteriores de la plaza, en 1782, permitió disponer de nuevos pastos para el ganado, leña, etc. (Arribas; Lourido, 1992).
Frente sur de la muralla de Ceuta. Archivo General de Ceuta.
La inexistencia de obras portuarias de envergadura fue compensada parcialmente por la restauración y el perfeccionamiento de las murallas de la ciudad, así como por la construcción de nuevas fortificaciones, que no cesaron a lo largo de todo el siglo. Las citadas obras estimularon la economía local, como lo prueba el que atrajeran a centenares de profesionales (ingenieros, arquitectos, picapedreros, mineros, etc.). Igualmente fueron importantes desde el punto de vista económico la realización, nueva construcción o restauración de diversas obras públicas: almacenes para el abasto, pescadería, Hospital Real, palacio nuevo del gobernador, fortaleza del Hacho, etc. (Bacaioca, 1961; Arranz, 1979; Aróstegui, 1994; Gómez, 1995 b; Cabo, 1996; Ruiz, 2002). En este apartado hay que mencionar la construcción de templos de culto y conventos, financiados casi íntegramente por la monarquía (aunque sin olvidar que el diezmo de la almadraba y las mandas testamentarias de los fieles contribuyeron lo suyo). A comienzos de siglo se reemprendió la construcción de la catedral, paralizada desde 1686, y se reforzaron la iglesia de África y el convento de la Trinidad. En la Almina se construyeron, o reformaron, diversas iglesias y ermitas: San Francisco, San Pedro de los Pescadores, San Simón, del Valle, San Antonio, los Remedios (Gómez Barceló, 2006 b).
La escena recrea el sitio de Ceuta en la década de los años veinte del siglo XVIII con tropas de artillería, del Regimiento Fijo de Ceuta y del Regimiento España. Ilustración: José Montes Ramos.
También hay que destacar la expansión urbana por el territorio de la Almina, propiciada fundamentalmente por la necesidad de huir de las consecuencias negativas del asedio de Muley Ismail. En efecto, las bombas y demás proyectiles dañaron prácticamente todas las construcciones de la ciudad intramuros, especialmente los palacios del gobernador y del obispo, la veeduría, la catedral y las capillas de San Blas y San Sebastián, al tiempo que destruyeron completamente numerosas viviendas particulares (Posac, 1994; Gómez, 1995 a, 2004). Aprovechando los destrozos en la zona, al tiempo que se obligó a alejarse a la artillería enemiga, se construyeron varios cuarteles, articulados en torno a una amplia plaza de armas, para albergar a las tropas llegadas para defender la plaza. Pero lo más destacable fue que la lluvia de proyectiles sobre la ciudad amurallada tuvo como consecuencia el desplazamiento de una buena parte de la población hacia la Almina. En esta decisión fueron a la par la iniciativa oficial (cuartel y alameda del Rebellín, hospital del Rey, veeduría, Real Farmacia, etc.), la eclesiástica (iglesia de los Remedios) y la de los particulares (viviendas). No debe extrañar que fueran explotadas las canteras que se tenían a mano, especialmente la del Sarchal, “cuios matheriales adelantaron mucho las obras” (Correa da Franca, 1999, pág. 420). Es cierto que se registraron parones constructivos en los trágicos momentos de la epidemia de peste (1743-1744), y entre 1765 y 1787. En todo caso, las necesidades defensivas y las de una población que experimentó un gran aumento, introdujeron modificaciones de importancia que hicieron posible el paso de una plaza fuerte de trazado medieval a una auténtica ciudad, a pesar de sus muchas limitaciones (Pérez del Campo, 1988; Gómez Barceló, 1995 a, 1995 c, 2000, 2004; Pereda, 1995; Cámara, 1996 a, Carmona, 1996, 1997).
Afloramiento de serpentinas en el Sarchal, cantera puesta en explotación en este siglo. Fotografía: Fernando Villada Paredes.
La actividad manufacturera fue escasa, tal como destacó Francisco Zamora: “no hay industria ni más comercio que el del surtimiento del pueblo” (Zamora, 1991, pág. 48). No obstante, diversas actividades manufactureras aparecen relacionadas en el vecindario de 1718: zapateros (5), sastres (5), herreros (2), pintor (1), dorador (1) y espadero (1). También hay que constatar la actividad de un molino de viento y la de “dos casas de curtidores” (Martín Corrales, 1988 b; Correa da Franca, 1999, págs. 453 y 457). En la segunda mitad del siglo XVIII cabe señalar algunas interesantes iniciativas: la creación de una fábrica de fideos y otra de jabón. La primera fue una iniciativa de Antonio María Schiafino, cifrándose su producción en unas 50 fanegas anuales. También se erigió, en 1773, una fábrica de jabón dirigida por Manuel Gallegos, subteniente de la compañía de Inválidos, mientras que Pedro Vilches, de Málaga, su maestro jabonero, fue sustituido por Juan de Riobó y, posteriormente, por el propio Gallegos. Los trabajadores fueron desterrados y recibieron una soldada como contrapartida. Parece ser que dejó de funcionar hacia 1786 (Carmona, 1996 a, págs. 73 y 74).
Las actividades agrícolas, manufactureras y de construcción, por muy modestamente que fueran, contribuyeron, juntamente con el comercio de importación, a la actividad comercial en el interior de la plaza, especialmente en la modalidad de menudeo. A comienzos de siglo existían cinco tiendas abiertas. Por esas mismas fechas, 1718, se contabilizaban 18 “Tenderos de Géneros Comestibles”, 12 mercaderes y un bodegonero, que posibilitaron que dos años más tarde se pudiera formar una compañía de “ciento y treinta tenderos y vivanderos”. Posteriormente, en 1798, las tiendas, panaderías y carnicerías llegaban a la treintena (20 de ellas en la Almina). El aumento de establecimientos provocó la continua intervención de las autoridades, ya fuera reglamentando sus actividades, como sucedió en 1767 y 1786, ya fuese liberalizándolas, caso de la venta de vino en 1792 (Correa da Franca, 1999, pág. 362; Martín Corrales, 1988 b).
En el siglo XVIII la plaza fuerte medieval se convirtió en una auténtica ciudad
El siglo de la almadraba
Algunas actividades económicas experimentaron un gran desarrollo a lo largo del siglo XVIII. La más importante fue sin duda alguna la pesca. La riqueza piscícola de las aguas próximas a Ceuta era sobradamente conocida en los siglos anteriores (Esaguy, 1939, págs. 130, 145 y 146; Mascarenhas, 1995, pág. 13; Cámara, 1988; Martín Corrales, 2000, 2004). Pero fue en el Setecientos cuando se convirtió en un pilar importantísimo de la economía de Ceuta, como pusieron de manifiesto los testimonios de los presbíteros Cubero y García de la Leña, del pagador Estrada y del comisario real de Marina y Guerra Sáñez Reguart (Cubero, 1700, pág. 46; García de la Leña, 1981, I, págs. 215 y 266; Estrada, 1995, II, pág. 469). Además, diversas noticias sobre las “barcas de pesquería”, las licencias concedidas a los asentitas, la exención de derechos, la pesca en el campo fronterizo, la construcción de una pescadería en 1751, reemplazada por otra en 1791, demuestran el dinamismo de la actividad pesquera (Criado; Ortega, 1925, págs. 288 y 310; Gordillo, 1972, pág. 199; Correa da Franca, 1999, págs. 440 y 524; Martín Corrales, 2004). En 1794 el obispo de Ceuta destacó la importancia del consumo de pescado para la ciudad:
Puesto que en esta Diócesis no hay terreno, labores de los campos, herencias, ni posesiones, casi todos los habitantes se alimentan de peces a causa de su pobreza y por la venta de las carnes a caro precio, dado que llegan hasta aquí desde España; por esto suplico a V.S. el permiso para que los pescadores puedan salir a pescar los domingos y festivos, exceptuando siempre los solemnes, una vez oída Misa, pues si les fuese prohibida la captura de peces, la ciudad sufriría una gran necesidad, razón por la cual, indudablemente, mis predecesores permitieron el ejercicio (Carmona, 1991, pág. 213).
Por lo que respecta a la actividad de la almadraba, todo indica que fue reactivada a fines del siglo XVII. Un informe de 1683 notificaba que “ha pocos años que Dios la ha mostrado”. La explotación corría por cuenta de particulares que debían entregar a la Real Hacienda cuatro reales de plata por ejercicio y dos tercios de los beneficios, mientras que el obispo y capitulares recibían el diezmo de todo el pescado capturado. Fue incorporada al patrimonio real en 1689, siendo administrada directamente por el veedor, en quien delegaba el gobernador de la plaza (Szmolka, 1993, págs. 305 y 306; Cámara, 1988). Para facilitar su explotación, una Real Orden de 1701 dispuso que la sal que se necesitase quedaba exenta del impuesto de consumo (Martín Corrales, 2004). Sin embargo, según un informe de 1703, la explotación por cuenta de los funcionarios reales tropezó con “quiebras y extraños que suelen padecerse por más cuidado y vigilancia que se tenga” (Carmona, 1996, pág. 214).
No debe extrañar, por tanto, que la corona cediera las almadrabas en arrendamiento, entre 1707 y 1709, a Simón de Andrade y Afranca, miembro de una de las familias portuguesas más distinguidas. Su explotación se saldó negativamente para Andrade, quien había desembolsado 311 y 207 pesos escudos, respectivamente, y contrajo una deuda de más de 742 escudos. En 1710 fue reemplazado en el arrendamiento por Pedro Job, quien abonó 207 pesos escudos y asumió la deuda dejada por Andrade. Job obtuvo unos beneficios muy elevados, 10.468 escudos o 104.680 reales de vellón, marcando la tónica de la exitosa explotación almadrabera a lo largo del Setencientos. Naturalmente, la actividad pesquera tuvo que hacer frente a multitud de obstáculos y dificultades: deficiente técnica de conservación de las capturas, ataques de los marroquíes, epidemia de peste de 1743-1744, etc. No obstante, la almadraba fue calada, aunque con intermitencias, a lo largo de todo el siglo (Arribas, 1951-1952; Gordillo, 1972; Posac, 1975; Cámara, 1988; Carmona, 1996, págs. 213-214; Correa da Franca, 1999, págs. 445-447 y 529; Martín Corrales, 2004 a).
Pescadores en la almadraba de Ceuta. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
A partir de 1731 se tienen noticias concluyentes de la normalidad de la explotación almadrabera gracias a las fuentes catedralicias que anotaban la percepción del diezmo (Cámara, 1988). Por esas fechas, se produjo un cambio importante: desaparecieron como arrendatarios los miembros de las antiguas familias portuguesas quienes, muy posiblemente, contaban con pocos conocimientos y con menguados capitales para fomentar la actividad pesquera. El arrendamiento lo disfrutó, al menos desde 1749 hasta 1808, una dinastía de comerciantes originarios de Camogli, en la ribera genovesa, los Schiafino, quienes consiguieron que las almadrabas fuesen un negocio próspero y rentable. Los Schiafino debieron llegar a la plaza con un gran conocimiento de la pesca mediante almadrabas, actividad en la que los genoveses destacaron en el Mediterráneo a lo largo del siglo XVIII. Antonio María Schiafino, quien en 1779 figuraba como “Profesor de Armamento de Almadrabas”, se hizo con su arrendamiento en los años 1749, 1751, 1752, 1770, 1779 y 1787. Su hijo, Juan Lorenzo, consiguió su arriendo en 1794 y 1800, este último válido para ocho años. Los Schiafino también controlaron los asientos de la sal a lo largo de las décadas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta (Zamora, 1991, págs. 54 y 66; Carmona, 1996, pág. 214; Martín Corrales, 2004 a).
Los asientos de 1779 y 1787, de ocho años de duración cada uno, estipulaban que la almadraba se armara en las modalidades de vez y retorno. A los armadores se les eximía del pago de derechos de aquellos productos (esparto, cáñamo, brea, corcho y madera) que sacasen de los puertos españoles para utilizarlos en el calafateado y mantenimiento de sus embarcaciones. Se ponían a su disposición los almacenes reales, las anclas y otros utensilios indispensables para la pesca y se les permitía el montaje de los pedrales y el corte de la hierba necesaria para la estiba de las naves. Los navíos de guerra de la plaza protegían las pesquerías de los ataques de “los Moros u otros enemigos”. Si no fuera posible calar la almadraba debido a ataques corsarios o por cualquier otra causa de fuerza mayor, se reducía la parte correspondiente del importe total que debían satisfacer los asentistas a la Real Hacienda. Se les facilitaba el concurso de doce desterrados y la tropa necesaria para las faenas pesqueras, así como la sal precisa, la salazón y conservación de las capturas “por el coste y costas”. Finalmente, se les concedía todo tipo de facilidades para estimular la exportación de las capturas a los puertos españoles, en los que sólo debían pagar el 2% del valor de las capturas:
[...] solo se hà de cobrar una vez en los Puertos, ò qualesquiera paraje de España donde se conduzca y venda el pescado fresco, ò salado que produzcan estas almadrabas el dos por ciento de su valor por el derecho, de equivalente, Alcavala, Cientos, y todos los demás impuestos quedando libre en esta Plaza el derecho de pesca, y siendo exempto y franco el pescado en su extraccion de ella, sea de mi cuenta ò la de otro Comprador (Martín Corrales, 2004 a).
Los aparejos de pesca exigen una continua atención de los marineros. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Las obligaciones del arrendatario consistían en pagar un cantidad fijada de antemano a la Real Hacienda (90.000 reales de vellón por el contrato de 1779 y 100.000 por el de 1787). Además, debían proporcionar a la población local bonitos de vez (capturados hasta el día de San Juan) a ocho cuartos la unidad, y de retorno (después de San Juan) a seis cuartos, siempre que se vendieran en la playa. Hacia 1797 se calculaba que el vecindario adquiría unos 500 o 600 ejemplares diarios (Zamora, 1991, pág. 54).
Al igual que se observa en otras almadrabas del Mediterráneo donde los genoveses dinamizaron su explotación, los Schiafino invirtieron cantidades importantes y aplicaron sus conocimientos y experiencia en la pesquería con indudable éxito. La almadraba se calaba en las playas de San Amaro y en la Ribera a fines de mayo o comienzos de junio y finalizaba a fines de julio o comienzos de agosto. Se conseguían pocos atunes, aunque importantes cantidades de bonitos, albacoras y atunetes. También se pescaba melva, caballa y jurel, así como un nutrido grupo con mucha menor importancia (abadejo, aguja palada, iris, lacha, volador, doblada, corbina, peto, pez-limón, pámpano, tasarte y otras especies). Gracias al riguroso control de las capturas que llevaban los funcionarios de Hacienda, conocemos las obtenidas en los tres primeros días de la campaña de 1752: 416 bonitos, 179 caballas y 20 albacoras (Martín Corrales, 2004). Más importancia tiene el hecho de que contemos con la relación de las capturas para un total de 23 años, lo que nos permite apreciar la importancia de la almadraba ceutí:
La familia genovesa Schiafino, que durante casi todo el siglo arrendó la almadraba ceutí, fue la principal impulsora de la actividad pesquera local
Pese al escaso perfeccionamiento de la técnica pesquera de la almadraba ceutí, su rentabilidad proporcionó a los Schiafino ingentes beneficios económicos
La percepción del diezmo (sobre el valor de las capturas), por parte de la catedral, ha permitido establecer el valor en metálico que representaron las citadas capturas (no incluyo los 8.200 reales de vellón pagados hacia 1796, Zamora, 1991, pág. 54). Según M. Cámara, los valores estimados serían los siguientes:
Las cantidades obtenidas son, sin duda alguna, importantes, sobre todo si las ponemos en comparación con las que debían entregar los arrendatarios por contrata. Los Schiafino entregaron 90.000 reales de vellón en la de 1779 y 100.000 en la de 1887. El diezmo entregado en esos años, entre 8.000 o 9.000 reales anuales, supondría unos 128.000 o 144.000 para los 16 años que abarcaban los dos contratos. El total desembolsado a Hacienda (190.000) y en concepto de diezmo (144.000 como máximo) no superaba los 350.000 reales, merced a los cuales controlaron la almadraba durante 16 años. Los arrendatarios muy bien pudieron obtener una cifra en torno a 1.280.000 reales de vellón, resultante de multiplicar por 16 la media de unos 80.000 reales obtenidos en las campañas de 1772, 1773, 1779, 1795 y 1797. A la vista de los cálculos anteriores, es indudable que los Schiafino obtuvieron elevados beneficios que compensaron sobradamente los desembolsos que tuvieron que hacer para adjudicarse los contratos de explotación de la almadraba (Cámara, 1988).
En definitiva, crecidas ganancias a pesar de que las almadrabas no se habían perfeccionado todo lo que era de esperar a comienzos de los años ochenta del Setecientos. Ése era el parecer del comisario de Marina Sáñez Reguart:
Estas almadrabas ò depositos allí suelen llamarse corrales, pueden extenderse mucho más; y como de esta pesca una gran parte de ella es estacionaria ò de paso por el Estrecho, si se fomentase con toda la actividad y metodo que corresponde, y de que en caso de aprobarse este pensamiento, se dará una idea, sería inmensa la cantidad que de dichas especies, y de otras que aquí se citan se podrían coger (AHN, Estado, leg. 3.222, 5-12-1779).
Francisco de Zamora, miembro del Consejo de Castilla, opinaba lo mismo:
En estas costas hay excelente pescado y en la bahía o saco que forma el mar al mediodía del monte, entre él y la costa de África, se sitúa la almadraba de bonito por el mes de junio y permanece hasta pasar al océano, según los vientos y tiempos, cogiéndose muchos pescados de dicha especie y algún atún. De esta almadraba se paga diezmo. Se coge ordinariamente bonito. El obispo lo sabe. El pescado es barato en Ceuta respecto de otros países, por estar una parte de su vecindario dedicado a pescadores (Zamora, 1991, págs. 31, 32 y 55-58).
Las capturas obtenidas, además de la parte destinada a la exportación, debían satisfacer el consumo de Ceuta. Una cláusula obligaba a los asentistas a propocionar a la ciudad atún, bonito y demás especies a precio tasado: “para veneficio de la Guarnición y Común de la Plaza me obligo à dar cada Bonito de vez à ocho cuartos, y el de Retorno à seis bendiendolo segun costumbre en el parage donde se pesca”. En épocas de carestía la monarquía estableció un precio unitario para el bonito, independientemente de que fuera de vez o retorno, a seis cuartos para auxiliar a la población.
Los Schiafino tuvieron que enfrentarse a diversos problemas en el ejercicio de su arriendo: competencia de otros comerciantes, escasez de marinería, conflictos con el arriendo de la sal y disputas con los agentes fiscales locales y peninsulares. No parece que los Schiafino tuvieran muchos competidores de peso, pero lo cierto fue que otro genovés, Lorenzo de Aragón, pujó en 1770, aunque sin éxito, en la subasta de la almadraba; no obstante, en 1785, se hizo con el asiento de la sal (Carmona, 1996, pág. 214). Los Schiafino contaron con el concurso de pescadores locales (llamados “africanos”), de Cádiz, Málaga y Almería, aunque siempre tuvieron dificultades a la hora de completar las tripulaciones. De ahí que en los contratos de arrendamiento de la almadraba de 1779 y 1787 se les facultaba para utilizar a desterrados y soldados: “como hasta aquí doze desterrados con el goze de su haver y el auxilio correspondiente de Tropa siempre que fuese necesario” (Martín Corrales, 2004 a; Zamora, 1991, págs. 55 y 56).
De arriba-abajo: el codiciado atún rojo, bonito albacora, melva y caballa, las principales piezas de la almadraba ceutí. Ilustraciones de dominio público de la NOAA Photo Library (U.S.National Oceanic and Atmospheric Administration).
El acopio de la sal, producto imprescindible para la conservación de las capturas, fue otra fuente de problemas. Una Real Orden de 1701 y una Real Cédula de 1707 dispusieron que la sal destinada a Ceuta quedara libre de impuestos y pagase sólo “el Coste, y Costas, que son un Real y quartillo en cada fanega”. El arrendador de las salinas de Andalucía denunció que los asentistas de la almadraba sacaban mucha más sal de la que necesitaban y la revendían con gran beneficio en Málaga y Granada. Por ese motivo, en 1709, el Consejo de Hacienda privó del citado privilegio a Simón de Andrade, asentista de la almadraba y encargado de hacer llegar a Ceuta 500 fanegas. En los asientos de 1770 y 1779 los Schiafino renunciaron al arriendo de la sal, a cambio de que la Junta de Abastos les asegurara “à coste, y a costas, toda la sal, que necesitare para las Salas y resalas de los pescados, y demas consumos de la Almadraba se le rebajaría de los noventa mil Rs. que debe à la Real Hacienda, la quota, que correspondiese à la utilidad, que rendiría la administración de la Sal”. En 1779 se les concedió toda la sal necesaria para la salazón y conserva del pescado que “para el mismo fin nezesiten los Patrones, Marineros y Arrieros que acudan por Pescado fresco para salarle y conducirlo à España, ò à qualquier Dominio Extrangero” (Carmona, 1996, pág. 214; Martín Corrales, 2004 a).
El duro oficio de la pesca tradicional ha perdido hoy día la importancia decisiva que tuvo en el pasado. Fotografía: José Juan Gutiérrez Álvarez.
Durante el siglo XVIII la población superó los 8.000 habitantes, casi el triple de la existente en la centuria anterior, incentivando el tráfico mercantil con los puertos andaluces y marroquíes que garantizaban el abastecimiento de los productos de primera necesidad
Los Schiafino también tuvieron que bregar con los funcionarios reales, tanto de Ceuta como de los puertos andaluces, que pretendían exigir unos derechos de los que las capturas estaban exentos. En 1770 la Junta de Abastos concedió a Schiafino “la libertad de derechos pretendidos a favor de los que viniesen a comerciar sus pescados de la Almadraba”. En 1771 Antonio María presentó un memorial a la Junta de Abastos en el que denunciaba “la falta de cumplimiento que tiene la condición de su contrata de Almadrabas en punto a la exempción de derechos del pescado de ellas, y solicita se le reintegren varias cantidades que han exigido en las Almadrabas a los Arrieros que han extraído el Pescado”. La Junta apoyó su petición de que se respetase la libertad de derechos del pescado enviado a España. Posteriormente, en el arriendo de 1779, se dispuso que por la extracción del pescado sólo se pagase, y por cuenta de los compradores y cargadores, un 2% a Hacienda. Además, se añadía “que todos los Patrones de Ceuta gozan la entera libertad de todos los derechos de introduccion en los Puertos de España, y tambien el de Alcabala y Cientos en las ventas que hagan en dichos Puertos por maior y menor”, excluyendo a los “Arrieros y Traficantes” que compren el pescado en los puertos para conducirlos al interior del reino. Antonio María volvió a denunciar que “à los cargadores de Pescados en las Almadrabas se le exigen varios derechos contra lo capitulado en sus artículos”, añadiendo que, indebidamente, se le exigían derechos por la adquisición de artículos necesarios para sus actividades pesqueras: “se le han exigido derechos en los Puertos por la extracción de corcho, y demás generos para el uso de las almadrabas contra lo que se ofreció en el artículo septimo de su contrata”. La corona ordenó que se examinaran sus quejas, “en consideración al interés que de estas Almadrabas consigue la Real Hacienda, y los Pueblos de la Península”, aunque exigió a los Schiafino que justificaran mediante tornaguías los puertos, derechos y productos a que se referían y demostraran que “efectivamente los condujo a Zeuta para el fin expresado”. También se ordenó que los patrones y cargadores gozaran de plena libertad de derechos al introducir las capturas de Ceuta en los puertos españoles (Martín Corrales, 2004 a).
Impulso del tráfico marítimo
Sin duda alguna, excluyendo la explotación de las almadrabas, la actividad económica más importante fue el tráfico mercantil que vinculaba a Ceuta con los cercanos puertos andaluces, aunque también con otros españoles, europeos y marroquíes. Las necesidades alimentarias y de todo tipo de los más de 8.000 individuos que poblaron la ciudad entre 1721 y 1797 (que superaban con mucho las de los 3.500 de 1694) potenció esta actividad económica. Si en 1647 se necesitaban anualmente 26.400 fanegas de trigo, en 1790 la cantidad ascendía a 35.000 o 40.000 (Luxán, 1975; Sanz Ayans, 1988, pág. 579; Mendes Drumond, 1977; Arribas, 1997; Carmona, 1996 a, 1996 b, 1997).
Las series disponibles, aunque muy incompletas, de las embarcaciones arribadas a Ceuta demuestran la importancia de los puertos andaluces (Málaga, Algeciras, Cádiz, Tarifa, Estepona, Marbella, Sevilla, etc.), aunque también de los marroquíes, en el papel de abastecedores de productos alimenticios (especialmente el trigo) y demás de primera necesidad.
Málaga fue el puerto más importante, ya que suministró el 24,29% de todo lo importado por la Junta de Abastos entre 1767 y 1800 (vino, aceite, trigo y, en menor medida, vinagre, aguardiente, garbanzos, habichuelas, manteca, bacalao, arroz y habas). Otros dos puertos malagueños también tuvieron cierta importancia: Estepona con el 4,78% (aguardiente, carbón, aceite y vinagre) y Marbella con el 3,10%(vino, vinagre, carbón y vacuno). Sevilla con el 20% del abastecimiento (trigo, garbanzos, habas y aceite) sólo fue superada por Málaga (Carmona, 1995,1996). La documentación utilizada en nuestro caso ratifica la primacía del puerto malagueño. Entre 1794 y 1808, un mínimo de 109 embarcaciones llegaron al puerto de Ceuta procedentes de Málaga. Sólo conocemos su carga en 58 expediciones, aunque limitada en la mayoría de los casos a las anotaciones “víveres” (18), “frutos” (12) y “efectos”, sin que nunca se ofrezcan cantidades y volúmenes. Un poco más concretas son las referencias a vino (9), harina (7) y, más esporádicamente, aceite, trigo, habichuelas, higos, pimiento molido, aguardiente, verdura, cebada, pasas, limones, esparto elaborado, botas de vino, jabón, loza, leña y madera. El trasiego de tropas y presidiarios (6 expediciones) tiene cierta importancia, atendidas las peculiaridades de la plaza (Martín Corrales, 2005).
Con gran diferencia respecto a Cádiz, Algeciras o Huelva, fue Málaga el principal puerto andaluz en volumen de intercambios con Ceuta durante esta centuria
Por lo que respecta a las expediciones desde Cádiz hacia Ceuta, sólo tenemos contabilizadas 13, entre 1797 y 1807, limitándose la información disponible sobre su carga a dos partidas de leña (originarias de Cartaya y Huelva), aunque por otras fuentes sabemos que entre los envíos figuraban arroz y habichuelas (Martín Corrales, 2005; Carmona, 1996 a, 1999). El puerto algecireño, “albergue y refugio al comercio de Ceuta, supliendo la falta que le hizo la pérdida de Gibraltar” (Correa da Franca, 1999, pág. 386), enviaba habichuelas, aceite, ganado de cerda y carneros, al tiempo que canalizaba los envíos de la comarca del Campo de Gibraltar (vacuno, carbón y leña). Ubrique (ganado de cerda); Ronda (nieve, carneros y tocino), Tarifa (garbanzos, ganado de cerda y carneros) y La Rápita (habichuelas) también participaron en este tráfico (Carmona, 1996 a, págs. 64-72, 1999; Sarria, 1992; Corona, 1988). Entre 1740 y 1752 se embarcaron en el puerto de Huelva con destino a Ceuta un mínimo de 25 cargamentos, en los que predominaban garbanzos y habas (Peña y Lara, 1991, págs. 126 y 134). En definitiva, los puertos andaluces detentaron la hegemonía en el abastecimiento ceutí, aunque no todos los productos remitidos fueran originarios de Andalucía. Las noticias para otros puertos españoles se refieren a Valencia (arroz) y Mallorca (habas y aguardiente) (Carmona, 1996 a, 1999).
Puertos y mercancías extranjeras también participaron en este tráfico. Muy importante fue el comercio con Marruecos, a pesar de la obstinación de las historiografías española y marroquí en minimizar esta corrriente comercial por razones de tipo ideológico. Es cierto que los continuos enfrentamientos de la plaza con las tropas del sultán y con las cabilas vecinas dificultó la actividad comercial. Pero no lo es menos que, cuando la coyuntura política lo permitía, las transacciones se llevaron a cabo con toda normalidad. El comercio con los puertos marroquíes y las cabilas vecinas fue una especie de Guadiana que tan pronto era prohibido, o dejaba de practicarse, como se reanudaba de inmediato. Sirva de ejemplo el acuerdo que, en 1739, concertó el gobernador de Ceuta, Pedro de Vargas, con las vecinas autoridades marroquíes para permitir el comercio de la plaza con las poblaciones fronterizas (Correa da Franca, 1999, págs. 410-493; Estrada, 1995, II, pág. 489; Criado; Ortega, 1925, pág. 288; Carmona, 1996 a, págs. 26 y 27).
Los intercambios entre ambas partes se intensificaron a partir de la firma, en 1767, del Tratado de Paz y Comercio con Marruecos (Rodríguez, 1946; Lourido, 1989). A partir de entonces se registra un activo tráfico, aunque todavía mal conocido, con los cercanos puertos de Tetuán, Tánger y Larache. Entre septiembre de 1767 y diciembre de 1768, salieron hacia Ceuta un total de l19 embarcaciones (105 desde Tetuán, diez desde Tánger y cuatro desde Larache). No conocemos las cantidades de productos embarcados, aunque sí el número de partidas de cada uno de ellos: harina (69), cuscús (13), garbanzos (13), habas (8), naranjas (12), almendras (2), carneros (9), ganado vacuno (8), ganado (7), gallinas (4), semillas (2) y, en una ocasión, sandías, cebada, trigo, afrecho, sebo, cordobanes, cueros, cueros al pelo y curtidos. Es evidente la importancia de este tráfico mercantil, por mucho que la coyuntura política (asedio marroquí a Melilla y Peñón de Vélez en 1774-1775, sitio de Ceuta en 1790-1791, etc.) tuviera repercusiones negativas para el trasiego de productos y mercancías (Martín Corrales, 2005). En todo caso, el papel del comercio marroquí continuó siendo muy importante, ya que Tánger, Larache, Tetuán, “Berbería” y “Marruecos” abastecieron a Ceuta de trigo, garbanzos, habas, arroz, aceite, naranjas, ganado vacuno, de cerda, carneros, cueros y cera (Carmona, 1996 a, págs. 52, 70 y 201-211). En 1793 se concedió a los Cinco Gremios Mayores de Madrid el monopolio de las importaciones de cereales de Marruecos, con varias contrapartidas, entre las cuales, la de garantizar el abastecimiento alimenticio de Ceuta y las restantes plazas africanas. Además, Ceuta fue en numerosas ocasiones una escala en la travesía de embarcaciones salidas de Tetuán, con productos marroquíes (cera, naranjas, dátiles, goma y cebada), con destino a Cádiz y Málaga (Martín Corrales, 2005). También se practicó el comercio entre la plaza y los cercanos campesinos marroquíes, mucho más complicado de documentar (Zamora, 1991, pág. 24). En definitiva, Marruecos tuvo una importancia mucho mayor de la que la historiografía le ha concedido hasta la fecha, por mucho que también sufriera interrupciones coyunturales debido a los enfrentamientos bélicos y a otras causas.
Grafiti de un barco en una boca de galería de las puertas del Campo. Colección Carlos Posac.
También se detectan intercambios directos con Gibraltar (en poder de Inglaterra desde 1704), aunque no faltaron las prohibiciones del monarca en aquellos periodos en los que la guerra enfrentó a españoles e ingleses (como sucedió en la década de los años veinte), y en otros, que se temía que el Peñón estuviese contagiado de la temible epidemia de peste. Las prohibiciones siempre constituyen una clara evidencia de que el tráfico marítimo se realizaba con cierta regularidad. A fines del siglo XVIII, llegaron al puerto de Ceuta algunas partidas de trigo salidas de Gibraltar, enclave al que se enviaba pescado (Carmona, 1996 a, págs. 25 y 58; Zamora, 1991, pág. 54). Especialmente frecuentes tuvieron que ser los intercambios comerciales con Génova, protagonizados en especial por los Schiafino, de origen genovés. Aunque las noticias respecto a los productos alimenticios sean escasas (sólo se refieren al tocino), habría que tener en cuenta el trasvase de experiencia empresarial (fábrica de fideos y almadrabas) llevada a Ceuta por los citados Schiafino (Carmona, 1996 a, pág. 58). Por último, hay que señalar que la activa participación de los armadores ceutíes en el corso favoreció la llegada al puerto, en calidad de botín, de productos extranjeros, de Cerdeña (habichuelas), Levante (habichuelas), Flandes (manteca), Dublín (manteca) y Estados Unidos (arroz) (Ocaña, 1991, pág. 231; Carmona, 1996 a, págs. 64, 65 y 71).
Mapa de los reinos de Fez y Marruecos en el estrecho de Gibraltar. Archivo General de Ceuta.
También contamos con series, igualmente incompletas, de la salida de embarcaciones desde Ceuta, con destino a diversos puertos españoles y extranjeros.
Los intercambios comerciales con Marruecos y Gibraltar, más importantes de lo que hasta la fecha se suponía, estuvieron condicionados, sin embargo, por los conflictos bélicos y los bloqueos navales
Las series y cifras obtenidas constituyen solamente la punta del iceberg del total de las embarcaciones salidas del puerto ceutí. Deben completarse con la información facilitada hasta la fecha por la historiografía que se ha ocupado de los asientos y del abastecimiento de Ceuta. En 1797, según documentación de la Real Chancillería de Granada, el factor de Málaga envió a Ceuta un total de 27 naves con trigo, harina y esteras (Carmona, 1996, pág. 185). En la relación que ofrezco, sólo aparecen 20 viajes. Así, pues, queda demostrada que las cifras son incompletas, lo que no es óbice para que se puedan efectuar algunas observaciones de interés. Por lo que hace referencia a las naves llegadas a Málaga procedentes de Ceuta, un total de 187, sólo tenemos información sobre su carga en 104 expediciones. La mayoría de los barcos no llevaban nada, ya que iban en lastre (35 ocasiones), llevaban botas (39) y barriles (2) vacíos o piezas sueltas (duelas, arcos y aros, hierro y tablas), enviadas a Málaga para su aprovechamiento. Sólo se contabilizan algunas partidas de canela, clavos de comer, loza, avellanas, azúcar, queso, lino, loza, papel, sal, cáscara de Marbella, carbón, goma, cera y tabaco. Se trata de productos típicos en el cabotaje español que recalaron brevemente en Ceuta por motivos de seguridad, o que procedían de las presas del corso ceutí, o con base en Ceuta, y fueron enviados a la Península en busca de mayores beneficios. Seguramente fue el caso de la nave americana del capitán G. Brodshan, procedente de Lisboa con bacalao, carne, duelas, harina y pimienta, apresada y llevada a Ceuta y Málaga. También se detecta el tráfico de pasajeros y tropa, como las dos naves que en 1804 llevaban 100 y 26 pasajeros, respectivamente, por cuenta de la Real Hacienda (Martín Corrales, 2005).
Combate naval en Gibraltar. Colección José Luis Gómez Barceló.
Los bloqueos ingleses de las aguas del estrecho de Gibraltar a fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX fueron burlados acudiendo al servicio de embarcaciones marroquíes y a la adopción de pabellones de conveniencia por parte de navíos españoles
Un mínimo de 49 embarcaciones procedentes de Ceuta arribaron a Cádiz entre 1796 y 1807. Su carga, conocida en 44 casos, nos indica que Ceuta sólo fue una escala en la travesía hasta Cádiz, muy peligrosa especialmente en tiempos de guerra con Inglaterra, país que con su flota y con la posesión del Peñón obligaba a cruzar el Estrecho por su orilla sur buscando el amparo de los cañones ceutíes. Lo anterior explica que sus cargas se compusieran fundamentalmente de frutos y productos originarios de Cataluña, Valencia (Valencia, Alicante, Denia y Cullera) y Andalucía, aunque también aparezcan algunos de origen extranjero: vino (9 ocasiones), aguardiente (7), arroz (4), almendras (3), avellanas (2), habichuelas (3), papel (3), esparto (2), tabaco (3), almagre (2), ladrillos (2), higos (2), cebada (2) y solitarias menciones al acero, salchichón, “efectos”, alquitrán, hierro, queso, duelas, cerveza y te. Algunas naves (la del capitán inglés J. B. Andrew) llegaron en calidad de presa de los corsarios ceutíes o que operaban en la plaza. Finalmente, ocho naves llegaron sin cargo, bien por ser corsarias sin presas o por llevar lastre (Martín Corrales, 2005; Giménez, 1981, pág. 197).
Entre 1778 y 1781 llegaron a Cartagena, procedentes de Ceuta, 30 naves con bonito, melva, atún y sardina. También alguna que otra partida que había hecho escala en Ceuta, como trigo y bacalao (Sambrana; Martínez, 1991). El tráfico marítimo de Ceuta con Barcelona también está perfectamente documentado. Entre 1720 y 1722 numerosos patrones catalanes (J. Torrent, procedente de “Ceuta la Vieja”, S. Vidal, J. Ballester, A. Humbert, J. Llopis y P. Bosch) llegaron al puerto barcelonés, procedentes de Ceuta, tras haberse dedicado a tareas de transporte y abastecimiento del ejército por cuenta de la Real Hacienda (Martín Corrales, 2004 a, 2005). Los envíos a Ceuta de cal, madera, pertrechos, etc., así como de la mano de obra necesaria para la ejecución de las obras de fortificación y el de tropas fueron relativamente frecuente (patrones P. Llobet, en 1744 y 1757; F. Llobet, 1745 y 1757, y P. Escardó, 1770) por parte de la Real Hacienda. En la década de los años noventa varias embarcaciones del monarca llegaron a Barcelona desde Ceuta con tropas y pertrechos militares (un pinque, un navío y un jabeque correo), mientras que algunos patrones catalanes lo hacían con productos, que dan la impresión de haber utilizado Ceuta como escala, debido a incidencias de la navegación (un londro con tocino y un bergantín con garbanzos, aunque otro patrón llegó con un cargo de anchoas) (Martín Corrales, 2005).
Hay que destacar un fenómeno que afectó a la totalidad del comercio de cabotaje español en el litoral comprendido entre Ayamonte y el golfo de Rosas. El bloqueo naval que la flota inglesa impuso en el litoral hispano con motivo de las guerras hispano- británicas de 1796-1802 y 1804-1806, favorecieron la participación en el tráfico de cabotaje de los pabellones neutrales o de conveniencia, de una sorprendentemente emergente marina mercante marroquí (Martín Corrales, 1992). Entre 1796 y 1808 un mínimo de 46 salidas de Ceuta hacia Málaga y otras 25 desde el puerto malagueño al de Ceuta (casi todas entre 1797 y 1799) fueron protagonizadas por embarcaciones y arraeces marroquíes. Algunos arraeces destacaron especialmente en los viajes de ida y vuelta (Medid Barras, Jamet Almanzor, etc.). Menos importante, aunque es posible que tal circunstancia se deba a las carencias de la documentación utilizada, fue su participación en el tráfico entre Cádiz y Ceuta. En las 49 idas a Ceuta, sólo 4 marroquíes detectados, mientras que en las 13 vueltas, sólo en una ocasión. Es posible que en algunos casos se tratara de embarcaciones españolas que utilizaron el pabellón marroquí con el propósito de eludir el bloqueo de la flota inglesa. También se detecta la compra de naves marroquíes, más exactamente de pabellón marroquí, por parte de comerciantes españoles, entre ellos ceutíes. La propia Junta de Abastos de Ceuta se planteó en 1797 la compra de dos barcos de bandera marroquí para asegurar la vinculación marítima con la Península (Carmona, 1994 a, pág. 130, 1996, págs. 52 y 53, 185 y 186). Los arraeces marroquíes consiguieron grandes beneficios en este tráfico de cabotaje en unos momentos en los que el transporte naval se encareció notablemente. Los argelinos también participaron en el cabotaje ceutí, aunque modestamente: cuatro travesías de Ceuta a Málaga (Martín Corrales, 2005).
Otras flotas extranjeras también desempeñaron un papel importante en calidad de neutrales o con pabellón de conveniencia: portuguesas, danesas, raguseas, americanas, francesas y, con menor importancia, toscanas, ligurianas, maltesas, etc. La labor de estos pabellones fue fundamental para asegurar el abastecimiento de la ciudad.
La exportación ceutí sólo destacó en los envíos de atún y bonito a diversos puertos españoles. Málaga, por su cercanía y los estrechos vínculos comerciales que mantuvo con la plaza, recibió buena parte de los envíos de pescado procedentes de Ceuta. En 1739, una embarcación que desde el puerto ceutí se dirigía al malagueño con atún fue apresada por un corsario inglés. Posteriormente, entraron en el puerto de Málaga diversas embarcaciones con pescado (tres en 1803, una en 1805, cuatro en 1806, dos en 1807 y una en 1808). Algunas de las embarcaciones procedentes de Ceuta con pescado (dos en 1803 y dos en 1806) hicieron escala en Málaga, dirigiéndose posteriormente al “Levante” español (Martín Corrales, 2005; Zamora, 1991, pág. 54). Como vimos con anterioridad, los envíos de bonito, melva, atún y sardina están perfectamente documentados para Cartagena entre 1778 y 1781 (Sambrana; Martínez, 1991). Alicante también importó atún, bonito y melva capturados en las aguas ceutíes (una embarcación en 1800, una en 1801, dos en 1802, cuatro en 1803, una en 1804, dos en 1805, una en 1806 y dos en 1807) (Giménez, 1981, pág. 197; Zamora, 1991, pág. 54).
Documento de la Real Junta de Abastos de 1783. Archivo General de Ceuta.
La corona concedió libertad de derechos al pescado de almadraba ceutí llevado a puertos peninsulares
Libro donde se asientan los hermanos y hermanas de la Cofradía de Santa Lucía, 1713. Archivo General de Ceuta.
Barcelona se interesaba por el atún de Ceuta desde fines del siglo XVII. En 1687 el comerciante Pau Dalmases i Ros notificaba a su corresponsal en Cagliari que había llegado a Barcelona “otra partida semejante de atún de Ceuta de ida de la pesca de mayo y aunque este no es tan estimado, no porque no sea tan bueno como el de ay, que lo es, sino que no viene tan bien acondisionado”. En 1722 llegaron a Barcelona dos patrones catalanes (Andrés Humbert y Josep Llopis con tres botas y un barril de pescado) procedentes de Ceuta, donde estuvieron pescando. Diez años más tarde, en 1732, Jaume de Durán (uno de los más importantes comerciantes catalanes de la época) se interesó por la almadraba ceutí: “Que a este efecto convendrá establecer en Barcelona, Mataró y Campo de Tarragona, lo que será facil a la Junta conseguir con los negocios de estos pueblos, dos Compañías, una para la pesca del atún en las costas de España o en las partes de Ceuta, en Africa, donde abunda este pescado, y la otra en las costas del Reino de Galicia”. A fines del siglo XVIII sólo tenemos constancia de la llegada en 1794 a Barcelona, procedente de Ceuta, del patrón inglés Telmo Schiafino, con su pinque cargado de anchoas (Martín Corrales, 2004 a, 2005).
La corona favoreció esta actividad exportadora, a la par que intentaba evitar los fraudes, obligando a comunicar los asientos de las almadrabas a “los Administradores de Aduanas, y todas rentas desde Sevilla a Barcelona”, y concediendo libertad de derechos al pescado capturado en aguas ceutíes y llevado a los puertos peninsulares. El interés de los patrones peninsulares en introducir pescado de Ceuta en los puertos españoles favoreció la proliferación de una práctica fraudulenta: hacer pasar las capturas extranjeras como ceutíes. De ahí que en 1779 se dispusiera que los envíos norteafricanos debían llevar “despachos firmados del Ministerio principal de Hazienda de Zeuta en que exprese que el Pescado es cogido y salado en las Pesquerías de aquella Plaza para evitar por este medio el fraude que se puede hazer en los de las Pesquerías extranjeras”. También fue frecuente la compra en Ceuta de bonito al precio tasado para la población para enviarlos posteriormente a la Península y obtener grandes beneficios (Martín Corrales, 2004 a, 2005). En 1797, Francisco de Zamora ratificaba el éxito de la exportación de atunes y bonitos: “Y fresco se vende también para Málaga y la costa, Gibraltar incluso, a ajuste de 12 a 15 reales docena de piezas. El resto se sala en salmuera sola y su despacho es para Alicante y Nerja que lo revenden para el interior. Y va también directamente para Córdoba, Málaga, etc.” (Zamora, 1991, pág. 54).
El negocio del armamento corsario
La estratégica situación de la plaza favoreció que se convirtiera en una excelente base corsaria. Especialmente en la segunda mitad del Setecientos, cuando las guerras hispano-francesas y, especialmente, hispano-inglesas estimularon que los armadores corsarios españoles salieran en busca de las ricas y apetecidas embarcaciones mercantes de los países enemigos, y las de los aliados de éstos, convertidas en esos momentos en buenas presas (Ocaña, 1993, 2004; Martín Corrales, 1988). En el periodo 1739-1748 (enfrentamiento anglo-hispano en el marco de la denominada Guerra de Sucesión austriaca o del Asiento), al menos 23 embarcaciones fueron armadas en Ceuta. Una de las empresas corsarias estuvo formada por Pedro Camacho, propietario de una nave, en cuyo armamento invirtió 28.291 reales de vellón, siendo secundado por José Schiafino con otros 9.430. Otras empresas corsarias corrieron por cuenta de Francisco González (armador del Santo Cristo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de Portaceli), Pedro Valverde (capitán del jabeque corsario Purísima Concepción), José Venzal (armador del Santo Cristo del Portal), Miguel Guilabert, Gerónimo de Guillenea, Antonio Freyre Duarte, etc. La mayoría de las presas efectuadas fueron subastadas en Cádiz y otros puertos, aunque dos de ellas fueron rematadas en Ceuta (tartana francesa Virgen de la Misericordia y bergantín inglés Esperanza). El conflicto que enfrentó a España e Inglaterra en 1762-1763 fue una nueva oportunidad para los interesados en la actividad corsaria. Entre ellos, Manuel González, capitán de un londro armado por un vecino de Algeciras, y vendedor de un navío inglés en 21.000 reales de vellón. En total en Ceuta se subastaron cuatro embarcaciones inglesas por un monto de 445.000 reales de vellón (Ocaña, 1991, págs. 39-86).
La empresa corsaria renació con motivo de la Guerra de Independencia norteamericana (1779-1783) que, de nuevo, volvió enfrentar a españoles y británicos. Entre los armadores ceutíes destacaron Juan Martín Comba, quien armó en corso el falucho San Francisco de Paula y el jabeque San Francisco de Paula, capitaneados respectivamente por los vecinos de Ceuta Pedro Serra y Juan Rellán. Capturaron, en ocasiones en colaboración con otros armadores ceutíes, diferentes embarcaciones: paquebote Freden, urca holandesa Longst Joannes, nave danesa Frende Brode, bergantín sueco Libertas Dulcior Auro, paquebote Emmanuel, fragata veneciana Doña Blanca, bergantín danés Joan Joanes, bergantín Dolfin, fragata Esperanza, bergantín sueco Magdalena de Cotemburg y drogue Cristina. Por su parte, Francisco Ruiz armó en corso el San José y las Ánimas, capitaneado por José Fernández, quien capturó la polacra napolitana Nuestra Señora de la Asunción, la polacra ragusea Anunciación y la balandra holandesa Francisca, y colaboró con el armador Juan Martín Comba en la captura de cinco de las presas que aquél efectuó. También hay que destacar la actividad corsaria de los armadores José Galíndez Chico y de Carlos Salas, destacado comerciante (Ocaña, 1991, págs. 87-112).
Fortificaciones de Larache. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Con ocasión del nuevo conflicto hispano-inglés de 1796 y 1802, los hermanos Pedro y Juan Andrés García Carrasco, ambos militares, armaron el falucho Nuestra Señora de África, presentando sus propiedades urbanas, valoradas en 63.524 reales de vellón en concepto de fianza. Dado que no fueron consideradas como buenas presas los apresamientos de los bergantines suecos Nora y Federica, las sanciones con las que fueron condenados les supuso la pérdida de las propiedades que presentaron como fianza. El alférez José Fortún participó como armador en un barco capitaneado por Gaspar González y en el equipamiento de otras dos empresas corsarias juntamente con Pedro Carrasco y otros hombres vinculados a la Junta de Abastos. Perdió las propiedades que había otorgado en fianza al no poder hacer frente a la sanción de 73.700 reales de vellón que se le impuso por la indebida captura de la urca danesa Eynertambeskelber. Francisco Díez del Real, comerciante, capitán de Milicias y director de la Real Provisión de Abastos, fue el armador “del Corsario español nombrado San Antonio”, cuyo capitán fue José Carlos Espejo. Díez, junto con otros vecinos y marineros de Ceuta, Francisco Cano de Santallana, Juan de Añino y Tejada y el armador José Suawager, obtuvieron 46.924 reales de vellón, fruto de la venta de parte de sus presas (Ocaña, 1991, págs. 177-180 y 214; Carmona, 1996 a, pág. 54). También participó en el negocio corsario el capitán de Ceuta Diego Martín, quien en 1800, al mando de una goleta corsaria francesa, llevó a Cádiz el bergantín del capitán Juan Bautista Andrew, “inglés de Londres”. Posteriormente, en 1806 arribó a Málaga el falucho corsario español El Buen Vasallo, del capitán Pablo Amorós, procedente de Ceuta con un “falucho moruno” represado a los ingleses (Martín Corrales, 2004 a).
Numerosos capitanes, de distinta nacionalidad corsearon en las proximidades de Ceuta o utilizaron la plaza como base de operaciones. Predominaron los franceses: P. Sers (1797), P. Beltrand y P. Norodo (1799), J. A. Ytier (1804), T. Pelico (1806), L. Martell (1808), J. Vento (1808) y, especialmente, Joseph Miguel Barbastro, uno de los más célebres capitanes corsarios franceses, con su bergantín El Intrépido (1805-1807) (Martín Corrales, 2005).
La flota ceutí
Ceuta, a pesar de su estratégica posición, que la convertía en una de las llaves del Estrecho, y de la inmediatez de Gibraltar, no contó con una adecuada flota de guerra. La monarquía ni siquiera tuvo en cuenta el potencial que como lugar idóneo para la guerra corsaria representaba la ciudad. De la información disponible para la primera mitad del siglo XVIII parece deducirse el carácter defensivo de la flotilla, compuesta casi permanentemente de una embarcación de cierta envergadura y de tres o cuatro lanchas artilladas. En 1693, una galeota, una saetía y dos barcos longos; en 1700, una “Lancha Real” y tres lanchones; en 1704, una fragata de 22 cañones; en 1718, una galeota real; en 1720, dos galeras. A partir de 1739, tras el estallido de la guerra con Inglaterra, la monarquía reforzó el potencial de la flota ceutí al enviar un jabeque. Poco después, el contador Juan Antonio de Estrada afirmaba que la plaza “tiene cinco Barcos de Guerra para el tráfico, y servicio de esta importancia”. Todo continuó igual en la segunda mitad del siglo, en la que la defensa naval de Ceuta recayó en un jabeque y unos cuantos faluchos artillados. Si en 1784 se destinaron a la plaza dos lanchas cañoneras, en 1786 fueron retiradas, a pesar de las protestas locales (Martín Corrales, 1988 a; Contreras, 1997).
Pese a su estratégica posición geográfica, Ceuta no contó nunca con una adecuada flota de guerra
Prácticamente no disponemos de noticias sobre la flota mercante en las primeras décadas del Setecientos, salvo la participación en el transporte de tropas, armamento, pertrechos y alimentos de patrones de todo el litoral español. Cabe suponer que, en buena parte de los casos, se trató de patrones y embarcaciones andaluzas.
Sin embargo, poco a poco fueron apareciendo ceutíes en calidad de propietarios y/o patrones de naves, fenómeno favorecido por la frecuente posibilidad de armar naves en corso, por el desarrollo de la actividad pesquera, así como por el importante aumento del tráfico marítimo. Tenemos noticias de diversas naves propiedad de vecinos de la plaza armadas en corso: los jabeques de Antonio Freyre Duarte (Purísima Concepción en 1743), de Bartolomé Romero y de Bartolomé Chumeo (1746), el londro del capitán Manuel González (1762-1763), el falucho y el jabeque de Juan Martín Comba (capitaneados por dos vecinos de Ceuta, Pedro Serra y Juan Rellán), las embarcaciones de Francisco Ruiz (capitaneadas por José Fernández), de José Galíndez Chico y las de Carlos Salas (1779-1783). Entre 1793 y 1795 (guerra con la Francia revolucionaria), Pedro Carrasco, Pedro Pacheco y Santiago Fortún armaron en corso un falucho. Lo mismo hicieron Juan Carrasco, Pedro Carrasco y Francisco Guerrero con otro falucho, capitaneado por José Osete (Ocaña, 1991, págs. 63-138). Diversos comerciantes se limitaron a adquirir naves en el mercado de presas. Joaquín González compró una presa española en Algeciras (1763). En los años ochenta, Francisco González y Manuel Márquez compraron en Ceuta un bergantín inglés por 22.500 reales; Manuel Pérez, un navío inglés por 405.000 reales; A. M. Schiafino, la balandra holandesa Francisca, por 12.600 reales de vellón, y Francisco Ruiz, la nave napolitana Nuestra Señora de la Asunción, por 149.250 reales de vellón.
Los Schiafino, arrendadores de la almadraba y comerciantes, no tardaron en aparecer como propietarios de embarcaciones. En la década de los años cuarenta, José Schiafino participó con 9.430 reales de vellón en una empresa corsaria, asociado a Pedro Carrasco. En 1781, cuando ya poseía dos londros, A. M. Schiafino adquirió una balandra holandesa en el mercado de presas. Posteriormente, en 1797, su hijo Juan Lorenzo presentó una tarifa de flete para puertos españoles y marroquíes (Ocaña, 1991, pág. 103; Carmona, 1994 a, pág. 133).
No debe extrañar que, tras la firma del Tratado de Paz Hispano-marroquí de 1767, aparecieran una serie de patrones, posiblemente vecinos de Ceuta y propietarios de sus pequeñas embarcaciones, que se especializaron en el comercio entre Ceuta, Tetuán, Tánger y Larache: Juan Azebedo, José Azebedo, Manuel Azebedo, Antonio Castillo, Antonio Durán, Francisco Escalona, Fernando González, Manuel González, Francisco Pacheco, etcétera.
Granadero del tercio de Burgos “Amarillos Viejos” y oficial del tercio de Valladolid (1701-1707). Ilustración: José Montes Ramos.
Pieza de artillería de la fortaleza de Safí. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.
Es posible que entre algunos de los patrones anteriormente citados y los que protagonizaron el tráfico entre Ceuta y Málaga (Vicente Sancho, Ramón Reyna, Juan Durán, José Carlos Espejo, quien también participó en el negocio corsario, José Negrete, Salvador González, Antonio Cano, Bonifacio González, Lorenzo Martos y José de los Reyes) existieran vínculos de parentesco. Del tráfico marítimo Ceuta-Cádiz apenas se pueden extraer conclusiones al respecto, ya que, salvo excepciones, no se hace mención de los patrones (Martín Corrales, 2005). La misma Junta de Abastos fue propietaria de diversas embarcaciones. En 1784 lo era de las tartanas San Isidro (patrón Andrés Márquez) y Nuestra Señora de África (patrón Manuel Delgado) y del jabeque San Francisco de Paula (Carmona, 1996, pág. 185).
Un grave problema que obstaculizó que la flota mercante local tuviera más importancia fue la alarmante escasez de marineros, problema crónico en la España del siglo XVIII. El vecindario de 1718 sólo relaciona un total de 77 individuos, por encima de los 12 años, encuadrados en la gente de mar; de ellos, 63 estaban matriculados. En 1753 los enrolados ascendían a 70. No parece que las cosas mejoraran con el trancurso de los años. En 1779, el comisario de Marina Sáñez Reguart señalaba que “en Ceuta es limitado el número de Marineros, y por consiguiente hay pocos pescadores”. De ahí que propusiera que:
De los mismos Desterrados que se hallan en Ceuta, Peñón, y Melilla que son unos ciudadanos miserables y gravosos al Estado se podrían formar Pescadores utiles enseñándoseles à hacer redes y el Arte de la Pesca por principios y reglas practicas: muchos de ellos con estos auxilios y el de cortos salarios y gratificaciones que la misma pesca sufragaría, pasarían de un estado de miseria lastimoso à ser felices por muchas razones, y de aquí el origen de muchas familias pescadoras, maior numero de Marineros y fomento del Comercio (Martín Corrales, 1988).
Posteriormente, Francisco Zamora, aunque daba cuenta de un aumento de la marinería, opinaba que eran las propias autoridades las que dificultaban que aumentase su número: “Este ramo es capaz de grande extensión en esta costa, si hay quien trabaje y vecindario marinero. Hoy hay 140 marineros. Montes no quería que hubiese más de 80. Todo dimana de la opresión y libre autoridad del Ministro y del General...“. Y añadía que las citadas autoridades debían actuar “no limitando ni oprimiendo su marinería que hoy no pasa de 150 hombres” (Zamora, 1991, págs. 31, 32 y 55-58).
El creciente peso de los comerciantes
Sin ningún género de dudas, el estamento dominante en Ceuta fue el militar, tanto en la época portuguesa como en la española, atendido su carácter de plaza fuerte. Las reformas militares introducidas por los Borbones favorecieron, aun más si cabe, el dominio que los militares tenían en la plaza. El capitán general y gobernador, su Estado Mayor y los jefes de las distintas unidades conformaron lo más granado de la oligarquía local, máxime cuando no tardaron en contraer alianzas matrimoniales con las viejas familias de origen portugués, que controlaban la ciudad hasta fines del siglo XVII, o con las de algunos de los más acaudalados comerciantes locales. Los militares tampoco desdeñaron actuar, directamente o mediante testaferros y familiares, en la esfera económica, especialmente en la actividad mercantil.
Sin embargo, lo más destacado del siglo XVIII fue la creciente importancia de los hombres de negocios ceutíes. En realidad, este fenómeno hundía sus raíces en el siglo anterior, cuando se produjo la sustitución de las antiguas familias portuguesas de los papeles claves de la actividad económica. Su lugar lo ocuparon asentistas y comerciantes peninsulares: Fernando Montesinos (1647-1654), Manuel y Bartolomé Montesinos (1655-1665), Juan de Urrea (1666-1674), Manuel de Aguilar y Francisco López Pereira (1675-1678), Luis Márquez Cardoso y Manuel de Cáceres Pinedo (1679-1684), José González Cosgaya (1685-1687), Gabriel de Campos (1688-1694 y 1697-1707) y Diego Felipe Montesinos (1695-1696) (Sanz Ayan, 1988; Santos, 1995). En el siglo XVIII otros comerciantes y casas comerciales continuaron jugando un importante papel en la ciudad. El caso paradigmático fue el de la Compañía de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, detentadora del monopolio de las importaciones cerealícolas marroquíes y del asiento de víveres de la plaza en la última década de la centuria. También hay que mencionar a las firmas comerciales Nicolás Gómez, Tissón y Cía y Casa de Campos, de Málaga; Teodoro Gutiérrez, de Sevilla; Francisco Guiaza, de Tarifa y Fernando García, de Algeciras (Carmona, 1996 a, págs. 52 y 53).
Pero más importante fue que, poco a poco y a lo largo del siglo XVIII, fueron apareciendo destacados comerciantes ceutíes, o avecindados en Ceuta, vinculados tal como se ha citado con anterioridad a las actividades extractivas (almadraba), productivas (fábricas de fideos y jabón), mercantiles (asientos, importaciones, tiendas, panaderíaas, carnicerías, etc.) y especulativas (armamento en corso). Un sector de estos hombres de negocios, los que consiguieron amasar grandes fortunas, se posicionaron en el nivel más elevado de la sociedad de Ceuta, dirigida en esos momentos por la cúpula militar en solitario.
Una de las dinastías más interesantes al respecto fue la de los Schiafino, de origen genovés. Del primer Schiafino del que se tiene noticias fue de Lorenzo, que llegó a la ciudad antes de 1729, fecha en la que murió, sin que sepamos a qué se dedicó. Poco después aparece José Schiafino, del que no sabemos con seguridad qué grado de parentesco tuvo con Lorenzo, que vimos que participaba en el negocio corsario. Posteriormente, Antonio María, hijo de Lorenzo, se hizo con la explotación de la almadraba, que retuvo en sus manos al menos desde 1749 hasta la fecha de su muerte, en 1800, momento en el que fue reemplazado por su hijo Juan Lorenzo. Con ellos debió estar emparentado Telmo Schiafino, patrón avecindado en Gibraltar a fines del siglo XVIII. Los negocios marítimos de la familia, además de la actividad pesquera y del arriendo de la sal, incluían el transporte marítimo, el armamento corsario y los mercados de presas. De ahí que poseyeran varias embarcaciones, que en ocasiones enarbolaron el pabellón marroquí. Además, controlaron por espacio de tres décadas el abastecimiento de Ceuta de manteca de Flandes, al tiempo que la proveían de trigo, tocino, vino y carbón. Pusieron en marcha una fábrica de fideos y mantuvieron contactos, especialmente comerciales, con Génova a lo largo de la centuria. En 1851, uno de sus miembros, alegando supuestos orígenes nobles en Génova, solicitó una hidalguía y su admisión en la Casa de Misericordia (para la ocasión fue presentado un certificado expedido en Génova en 1821). Otros miembros de la familia llegaron a ser alcaldes y regidores del Ayuntamiento (Cámara, 1988; Carmona, 1996, págs. 55, 56 y 71-73; Martín Corrales, 2004 a).
Otros destacados comerciantes fueron Juan Martín Comba, uno de los más importantes armadores en corso con numerosas propiedades en la ciudad (al menos ocho casas en la Almina valoradas en 90.211 reales de vellón y otras dos en la ciudad antigua) y propietario de la fragata Santísimo Cristo del Grao, con la que participaba en el comercio americano. Francisco Díez del Real, director de la Real Provisión de Abastos y capitán de Milicias, intervenía en la actividad mercantil y en el armamento corsario. Santiago Fortún, alférez agregado al Estado Mayor, en la década de los años noventa participó activamente en el negocio corsario y fue comisionado de la Junta de Abastos en la gestión de algunas compras alimenticias en la Península. Pedro Carrasco, posiblemente Pedro García Carrasco, militar y socio juntamente con Santiago Fortún en el armamento corsario en la década de los años noventa, se hizo cargo del el asiento de la carne a partir de 1789. También hay que tener en cuenta a su hermano Juan Andrés (Ocaña, 1991, págs. 92, 108-111 y 180; Zamora, 1991; Carmona, 1996 a, pág. 54 y 72).
Como plaza fuerte, el estamento dominante en Ceuta fue siempre el militar, tanto en época portuguesa como española
Por último, hay que hacer mención de una legión de negociantes que, con mayor o menor importancia, intervinieron activamente en el ámbito de los negocios. En la actividad corsaria, Pedro Camacho, Francisco González, Pedro Valverdi, Antonio Freyre Duarte, Manuel González, Joaquín González, Manuel Márquez, Manuel Pérez, Francisco Ruiz, José Galíndez Chico, Calos Salas, Pedro Pacheco, Francisco Guerrero, Francisco Cano de Santillana, Juan de Añino y Tejada y José Suawager. También participaron en la administración de la aduana y renta del tabaco (Manuel Pacheco), abasto de carneros (Vicente Luque), leche (Antonio del Toro), vino y carbón (Antonio Hojea y hermanos), comestibles (Antonio José Cañada, Melchor Gómez, Antonio Bogarín y Claudio Pochet), etc. (Carmona, 1996 a; Ocaña, 1991; Zamora, 1991; Peña y Lara, 1991, págs. 126 y 134). Aunque no es fácil establecer si los citados comerciantes y otros agentes que protagonizaron la actividad mercantil fueron ceutíes de naturaleza o vecindad, por lo que algunos de los nombres arriba relacionados debieran ser tachados, es evidente que una generación de comerciantes ceutíes emergió gracias a que supieron hacerse con asientos, comisiones, licencias y otras gestiones por cuenta de la Junta de Abastos, así como gracias a las iniciativas mercantiles o manufactureras que supieron poner en práctica.
Soldado mogataz con traje de influencia turca (1797). Ilustración: José Montes Ramos.
La oportunidad de hacer de Ceuta un gran puerto del Mediterráneo se truncó cuando se optó por convertirla en un gigantesco penal
Los comerciantes también contribuyeron a la castellanización de Ceuta, aunque un sector importante de sus integrantes fueran de origen extranjero. Sirvan de ejemplo los Schiafino, pero también Lorenzo de Aragón (quien se hizo con el asiento de la sal en los años setenta), el maltés Miguel César, “comerciante en ropas”, interesado en la comercialización de textiles malteses y en la adquisición de género en el mercado de presas de Ceuta a fines del siglo XVIII (Ocaña, 1991, pág. 231; Carmona, 1996 a, págs. 64, 65 y 71).
Para concluir, lo narrado en las páginas anteriores, es evidente que la evolución histórica de Ceuta (el aumento demográfico, la modernización de la ciudad, la profesionalización del ejército y el dinamismo económico) se enmarca perfectamente en lo acontecido en el siglo XVIII en buena parte del territorio español. El citado proceso no alteró sustancialmente las estructuras del régimen absolutista, aunque sí se adoptaron profundas reformas que, además de contribuir a la posterior quiebra del absolutismo, posibilitaron el fortalecimiento de la burguesía en paralelo al debilitamiento de las viejas clases dominantes. Si comparamos lo sucedido en Ceuta con los cambios españoles del momento, veremos que la ciudad no fue tan atípica como la historiografía local se obstina en creer.
Pero por encima de todo hay que destacar el hecho de que, paradójicamente, dado que Ceuta no contaba con un verdadero puerto, la función de presidio (plaza fuerte y lugar de confinamiento para deportados y desterrados) que cumplía la ciudad fue superada en el Setecientos por la de ciudad portuaria. Por desgracia para Ceuta, esta evolución no culminó completamente, ya que se truncó hacia comienzos del siglo XIX, cuando la opción estratégica de la corona para la ciudad fue convertirla en gigantesco penal. La citada elección lastró gravemente las posibilidades de desarrollo de Ceuta en el siglo siguiente.
Grabado que representa la ciudad, de Belén Abad.
Entrada a la fortificación de la Mamora. Fotografía: José Luis Gómez Barceló.

